jueves, 8 de mayo de 2014

UN GRAN POETA DE COLOMBIA: CIRO MENDIA

UN GRAN POETA DE COLOMBIA: CIRO MENDIA
Su verdadero nombre: (Carlos Edmundo Mejía Ángel)

Publicado el domingo primero de marzo de 1953
SUPLEMENTO LITERARIO - EL TIEMPO - página tercera
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Carlos Edmundo Mejía Ángel


Las canciones y los días

Tercera serie inédita para "Suplemento Literario" de EL TIEMPO.
 1
En la noche de espadas,
caen de las estrellas,
gotas de leche y música
para los niños negros y las piedras.
2
Golfo de Morrosquillo. Esmeralda en su jugo,
cofre de caracoles y de peces alfombra.
Este mar es un vaso de pájaros de vino
para  un  coctel de alondras,
8
Tu mano de sombra aguda
su vino en mi copa vierte.
Desde que te vi desnuda
sigo pensando en la muerte.
9
Noche marina de dormido aceite.
El cielo a tiro de ballesta, claro.
Las nubes de alcanfor en bicicleta
y la luna a la altura de la mano.
12
Sube a sus hojas un sopor risueño
y a sus mejillas himnos cereales.
Que la noche no lea sus misales
porque María Clemencia tiene sueño.
13
Recorta ese perfume que me mata.
Inodora te quiero, oliendo a estrella,
al corazón del agua.
16
Esta es la calle del amor, la herida
calle del as de corazones:
aquí jugué y perdí toda mi vida.
17
Endrina del Arcipreste!
Te voy o decir bonita
si me cuentas qué le diste
al de Hita.


21
Hincados los hinojos,
le suplico a tus ojos que me miren,
porque ya sólo veo con tus ojos.
23
Me hacen falta tus manos, la melada
pareja de tus manos, grandes, rojas,
tus manos de varona huracanada.
25
En el David de Miguel Ángel, sopla
un viento de titanes.
Es un canto de músculos terribles,
un tratado de alientos seculares.
29
Sonia Martínez es un eco
de libertad. Es fuego. Es nieve. Es brillo.
Es miel. Es blanca. Y es la estría
y el fondo de un crepúsculo amarillo,
30
Oh, el sabio mecanismo de la noche:
te cierra a tí los ojos
y abre los míos sin poder cerrarlos.


34
Con ritos y con música, Confucio
dijo que una nación mejor se guía.
Como los ritos en mi patria abundan,
nombro a Beethoven Jefe del Estado.
36
Asesinaron a Mahatma Gandhi,
monarca de ofendidos y humillados.
Ni una gota de sangre hubo en su muerte:
por la paz ya la había derramado.
40
Soñé con Adelaida en Adelaida.
La niña me ofrecía
una cesta de níspolas. Yo era
un  canguro rapsoda  que corría.
45
Cuando dices ¡Silencio! me parece
que cae sobre un prado de ceniza
la lluvia de una música de muerte.
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Con su roca a la espalda
Ciro Mendía

Yo vi cómo aquel hombre se comía los horizontes con sus pasos,
cómo rompía vallas de diamantes con los dientes y las uñas;
yo vi cómo en sus sienes palpitaba una fuerza de agua hirviendo,
un torrentoso anhelo de destrucción, un macizo de iras y de odios;
yo vi cómo cruzaba océanos, montañas, parques, desiertos, pantanos,
selvas, jardines y ciudades, desmelenado, abierto, furente, trepidante,
con la frente enramada de estrellas y futuros, de sudores y pólvora,
No era un hombre, era un cataclismo, una bestia con palabras y látigo.
Con los  brazos tatuados de símbolos, el corazón con ruedas de fuego,
perforando nieblas y tinieblas, árboles dormidos y puentes temblorosos,
daba el pecho al grito de las tempestades, rugiendo, apostelando,
sin parar un momento, sin caer un momento, sin dejar de esperar su sombra,
aquella sombra rota que aún tenía frescas las heridas del último tormento.
Otra brisa diabólica había hinchado, pálida, su velamen de angustias.
En sus manzanos y perales flotó el humo de hierro de la nueva hecatombe
y la voz de la muerte se oyó en su huerto con oboes de lágrimas.

Y el viento y el rayo no sabían por qué aquel pedazo de hombre corría tanto.
Yo vi cómo una noche se cortó los cabellos —los cabellos de épicos cordajes—
para hacerle una almohada a un niño enlutecido de Corea.
Lo vi llorar para calmar la sed oscura de un hermano caído y destruido.
Porque aquel ser de bálsamos malditos, volaba sin tener alas,

Corría y sus pies y sus piernas se habían quedado en otra parte.
Era él el mútilo, la flecha paralítica, la saeta partida, pero tenia piernas
pies y alas en el corazón, en los músculos, en la  mente,
porque partía a defender el orgullo multicolor de los pavos reales
y porque —con cara de diluvio— los diplomáticos dijeron —voz canosa—
que se mataran otra vez los hombres a ver si eran tan hombres como éllos.
Hizo trinar cañones y creyó que eran flautas las ametralladoras;
en la hoja de su cuchillo quedaron grabadas las mascarillas de sus víctimas
y en su afán ecuménico mató a quemarropa águilas, alondras, colibríes,
la Osa Mayor y a su gitano, las Siete Cabrillas y a su pastor sonámbulo
y más de una bala suya cayó a los pies del Padre Eterno.

¿Por qué corría tanto aquel hombre, saldo de dioses extraviados?
Porque la probidad heroica del pueblo no da espera ni cede ni vacila
y porque Prometeo continúa corriendo con su roca a la espalda.

Corría para ganar su cacho de pan, su cama negra, su vino de alimañas,
para que no destruyeran su pocilga, para que no partieran en dos a sus hijos
y a su mujer preñada; para que los ángeles y serafines de Wall Street
no fueran robados por los otros ladrones; para que su bandera
no fuese destrozada después de haber sido vendida por un bistec de hormiga.
Para espantar su miseria y la farsa económica y las falsas arengas,
para que las máquinas cantaran su canción pingüe al amo absoluto
y porque ya la patria la forman los gobiernos inútiles, los ociosos magnates,
y el trigo a media asta para que no lo vean las pupilas vestidas de hambre.
Y porque aquel hombre vacío que corría como el viento crinado,
conto eI gamo de goma, como el rayo de mástiles indómitos,
lo impulsaba un ideal clavado en la piel, en la luz en el llanto,
una pasión, la pasión máxima, la pasión vesubiana, la pasión que sostiene,
la pasión que se eleva y rebota, que es la pasión de la libertad íntegra.
Corría... volaba... —exhalación pensadora— para alcanzar al viento, al gamo, al rayo,
porque en el viento, en el gamo y en el rayo, está la ruta del hombre libre.

Por qué corría tanto aquel hombre, saldo de dioses extraviados?
Porque la prohibidad heroica del pueblo no da espera ni cede ni vacila
y porque Prometeo continúa corriendo con su roca a la espalda.

Pasó por playas de terror, por abismos de espanto, por cúpulas de cráneos,
por praderas de entrañas; bebió sangre ya negra, mascó dolor y carne de caballo
y en el idioma de la muerte habló con todos los cadáveres del mundo,
porque de todo ese mundo que miraron sus ojos, no quedó una copa de tierra
que no se llevara a sus labios aquel inocente turista del infierno.
Hasta que un día sin sonido, un día sin horas, sin lumbre, sin espacio,
—porque ya las encinas no quieren dar su sombra a los escogidos—
cuando hubo llegado a la meta segura, a la meta de cuero de la muerte,
ese mártir giróvago, ese San Sebastián de las trincheras,
se acordó que no tenía pies ni piernas ni alas, ni corazón, ni patria,
ni pasión, ni destino, ni libertad, ni sangre.

Y fue así como el gamo de goma —a la zaga— les preguntó aI viento y al rayo
por qué y para qué aquel fragmento de hombre había corrido tanto.
Callaron rayo y viento. Porque adelante iba Prometeo con la roca la espalda.

Ciro Mendía

Invitación a la muerte

Es más difícil vivir que ahorcarse.
Harmann Hesse


I
Yo no sé —ni saber quiero—
si estoy viviendo o llorando.
Para comer con la muerte,
me voy a morir un rato.

Me voy a morir de senos,
me voy a morir de labios.
Para hacerme otra envoltura,
me voy a morir un rato.

No quiero morir de Ciro,
me quiero morir de Carlos.
Para conocer la tierra,
me voy a morir un rato.

No quiero morir de muerte,
me quiero morir de sano.
Para saber si estoy vivo,
me voy a morir un rato.

No quiero morir de lunes,
me quiero morir de sábado.
Para castigar mi sexo,
me voy a morir un rato,

No quiero morir de cisne,
quiero morir de lagarto.
Para Jugar con mis huesos,
me voy a morir un rato.

No quiero morir de hoja,
mo quiero morir de pájaros
Para ver mi calavera,
me voy a morir un rato.

Me voy a morir de amigo,
me voy a morir de mármol.
Para cambiarme de ojos,
me voy a morir un rato.

Me voy a morir de vida,
me voy a morir de barro.
Para detener mi sangre,
me voy a morir un rato.

Me voy a morir de risa,
me voy a morir de árbol.
Me voy a morir un poco,
me voy a morir un rato...

¿Quién no se llama Carlos?
César Vallejo


II
Ha muerto Carlos Mejía
(¡al fin se murió de Carlos!).
En la esquina de la muerte
se lo llevaron los diablos.
Resucitó el mismo día
Y el record le quitó a Lázaro.
Su muerte y su vida fea
por fortuna no cantaron,
aedas de a dos por cinco,
juglares de tres al cuarto.
Yo no sé —ni saber quiero—
si está viviendo o llorando.
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---
Camino de sus labios

Que una fiesta de viento y brisa alabe
tu cuerpo, cuerda que a las arpas debe,
el tallo de una risa rosa, leve,
un tallo azul de nube y uva y ave.

Es un follo de nieve y ola breve,
es un tallo de música tan suave,
que el corazón —tu corazón— no sabe
si es el amor o el tallo que se mueve.

En ese tallo —es flor tu cabellera—
está de punta en blanco la blancura
y amapolando rosas je consume.

Un tallo tan sutil, que si no fuera
por la luz que sostiene tu cintura,
hasta lo doblaría tu perfume.

***

Por el camino de árboles morenos
en su coche —dragón de lejanías—
va la señora de mis buenos días,
de buenos ojos y de labios buenos.

Quedan los cielos y la tierra llenos
de aquellas sus fragantes jerarquías,
cuando la tarde rompe sus estrías
y se queda a dormir sobre sus senos.

De hoja en hoja y de ala en ala
la sigue mi sediento pensamiento
en un viaje de escalas florestales.

Y al pasar de la miel la maríscala,
sus armas de perfumes y de viento,
presentan los soldados vegetales.

***

Mi pensamiento va a tu lecho rosa
a buscar en sus márgenes tu fuego,
y vestido de insomnio en él delego
mi amor de mar, de tierra y mariposa.

Sobre tu sueño pálido se posa
el ruiseñor de plata de mi ruego,
y a su aliento de almibares entrego
la copa de mi vida silenciosa.

Cuando apareces a mi afán desnuda,
el heraldo nocturno te saluda.
Y el pensamiento —amante sigiloso—

para no despertar su norte y senda,
se aleja de tu alcoba, temeroso
de que el sol en tus brazos lo sorprenda.

***


No para en casa el pensamiento. Corre
con crépidas de viento a tu presencia
a rondar por tu egiógiea eminencia,
mástil de amor, de mi alegría torre.

Playas de espanto por tu pan recorre
—saeta de lejana transparencia—
y si tu sangre duerme y se silencia,
con mi anhélito amigo te socorre.

Rival del gamo, del centauro guía,
ya a fu lecho —de frutos melodía—
a tocar en tu carne y en tus huesos.

Con pies de brisa, de suspiro y pluma,
llega a tus muslos de rosada espuma
y sube... y sube prodigando besos.

***


(Casi soneto)

En medio de cadáveres de olas,
de sirenas, de yodos y de sales,
soy una isla insomne, inexplorada
de voz lejana y corazón distante.

Soy una isla fértil, extendida
en la epilepsia de malditos mares;
una isla de poros y sentidos
donde aullan los huesos y la sangre.

Una isla de fuego guarnecida
de niños, de fantasmas y gigantes;
una isla de sueños y alaridos

donde tú sola habitas —sol de carne—,
Una isla...  una isla... absurda... absorta...
rodeada de amor por todas partes.

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SUPLEMENTO LITERARIO - EL TIEMPO - página tercera - 1º de marzo - 1953
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sábado, 3 de mayo de 2014

Ciro Mendía - 3 de Mayo de 1953

La Cena del Poeta 
Ciro Mendía*
Su verdadero nombre era Carlos Edmundo Mejía Ángel
Iniciador del teatro regionalista colombiano,
en auge en el país desde principios del siglo XX 
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Ciro Mendía
Caricatura de Elkin Obregón

3 de mayo de 1953 - DOMINICAL DE "EL ESPECTADOR"

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La Cena del Poeta

SEGUNDA   VERSIÓN

A León, pantagruélicamente inapetente.


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Oye, mozo, me traes:

Una manzana sana y no de aquellas
del árbol bueno y malo.
Ensalada de orquídeas y camelias
en agua de Colonia y arco iris.
Una sopa de tréboles y ópalos,
de brisas y arreboles,
con polvo azul de mariposa virgen,
con ayes de Abelardo y Eloísa
y entrañas de canarios en su trino.

Muslos de Cisne y Leda
con música de Bach y de Beethoven.
Una ala de turpial, que no esté afónico,
en salsa de crepúsculos metálicos.
Huevos de ruiseñora en nido ajeno
o de pájaro mosca suspendido.
Arroz de nube y mármol con suspiros;
una lengua de Esopo —no la suya—;
hígado triste del Becerro de Oro;
corazones de ninfas en su estuche,
caviar a la staliniana o puskiniana;
un pez espada, si es que el Cid la presta,
y la paloma de la paz al horno,
que al horno está la paz hace ya días.

El pan que sea rojo
y amasado por ángeles y arcángeles.
Si es posible —y lo es— me lo presentas
en un plato de plata, en aquel mismo
que empleó Salomé, cuando el sombrero
cortó de Juan el Bautista.
Pero lo lavas con jabón de estrellas.

Champán de los viñedos
de las pirámides de Egipto.
Postre de fuego, helado,
con mirra y cinamomo.
Después en copa áurea, no, de piedra,
y en un coctel de ostra sollozando,
me sirves la socrática cicuta.
Si este brebaje se agotó, me haces
un tiro a la manera
de Werther, sin Carlota,
con cebolla y sin lágrimas.

La cuenta se la pasas —soy muy pobre—
en  hojas de laurel o de papiro
a mi amigo Lord Byron.


CIRO MENDIA

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domingo, 27 de abril de 2014

La literatura colombiana: UN FRAUDE A LA NACIÓN • Gabriel García Márquez

La literatura colombiana: UN FRAUDE A LA NACIÓN
LECTURAS DOMINICALES • EL TIEMPO • 21 de Enero de 1979
INFORME ESPECIAL (Escrito en 1960)
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"Acción Liberal", una revista que dirigía Plinio Apuleyo Mendoza, publicó en abril de 1960 un estudio de Gabriel García Márquez sobre la literatura colombiana. Han transcurrido casi 19 años y el texto sigue teniendo validez esencial, con una sola excepción, que es el caso del propio García Márquez. Con lo cual parece confirmarse su tesis de que la literatura colombiana ha sido un fenómeno de voces aisladas que aparecen muy de vez en cuando.
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Gabriel García Márquez
Caricatura de Oswaldo Sagástegui -1975
INFORME ESPECIAL
(Escrito en 1960)
Por: Gabriel García Márquez

En junio de 1959 se vendieron en dos ciudades de Colombia, y en solo cinco días, 300.000 volúmenes de autores nacionales. La avidez con que el público se precipitó sobre los expendios, sobrepasó los ambiciosos cálculos de los editores, que aspiraban a agotar el tiraje más alto que de libros colombianos se había hecho jamás, no en dos ciudades, sino en las capitales más importantes del país, y no en cinco días sino en dos semanas.

El lector colombiano, a quien de ordinario se señala como uno de los responsables de nuestro subdesarrollo literario, había respondido de un modo espectacular al más audaz de los experimentos culturales llevados a cabo en Colombia. El balance, en cambio, no es igualmente favorable a los autores.

De las obras que integraban el Primer Festival del Libro Colombiano, ninguna era inédita, y ni siquiera la más reciente de ellas se había escrito en los últimos cinco años. Las "Reminiscencias", de J. M. Cordovez Moure, el libro más antiguo de la colección, había sido escrito a partir de 1870. "La Hojarasca", de Gabriel García Márquez, el más reciente, lo había sido en 1954. La selección se había hecho con un criterio tan drástico, que solo uno de los escogidos no podía considerarse como un autor consagrado. De modo que aquellos libros, incluidas las antologías dé cuento y poesía, y agregando "María" y "La Vorágine", podían admitirse en líneas generales como una síntesis aceptable de un siglo de literatura colombiana.

Ahora bien: el menos prevenido de los críticos podría observar que ninguno de los autores del Primer Festival del Libro tiene una obra de alcance universal. Germán Arciniegas, el más prolífero y metódico de todos, el único autor colombiano que disfruta de un mercado internacional seguro y también el único que puede definirse como un escritor profesional, no podría considerarse como un creador. Tomás Carrasquilla, nuestro espléndido narrador, no alcanzó a estructurar en casi 50 años de nuestro intenso ejercicio literario una obra capaz de defenderse universalmente, no por falta de talento creador, sino por las limitaciones de su idioma localista. Ningún autor colombiano, hasta hoy, tiene una obra robusta, que pueda compararse, apenas por ejemplo, a la del venezolano Rómulo Gallegos, o a la del chileno Pablo Neruda, o a la del argentino Eduardo Mallea.

Los festivales del libro, que restablecieron el prestigio del comprador colombiano, resquebrajaron en menos de un año el falso prestigio de la literatura nacional. Es probable que el próximo certamen de esa clase se aplace indefinidamente, mientras se encuentran los libros colombianos para integrar la nueva colección.

No hay, sin embargo, en la árida llanura de las letras nacionales, un solo indicio de que esos libros aparecerán en los próximos años. Basta ser un lector exigente para comprobar que la historia de la literatura colombiana, desde los tiempos de la Colonia, se reduce a tres o cuatro aciertos individuales, a través de una maraña de falsos prestigios.

Se suele combatir este argumento con el asfixiante inventarío de los libros publicados en Colombia en los tres siglos pasados. Antonio Curcio Alternar, el más honrado contabilista de la novela colombiana, alcanzó a clasificar cerca de 800 novelas aparecidas entre 1670 y 1953, en un país donde la narración no ha sido el género más fecundo. Pero el problema no es de cantidad sino de nivel.

Seis grandes puntos de referencia podrían servir de apoyo para establecer los colosales vacíos de la literatura colombiana. Desde "El Camero" de Rodríguez Freyle, hasta "María", de Jorge Isaacs, transcurrieron 200 años, y 60 más hasta la aparición de "La Vorágine", de José Eustasio Rivera. Desde la muerte de Hernando Domínguez Camargo, en 1669, hubo que esperar 200 años la aparición de Rafael Pombo y José Asunción Silva, y otros 60 años la de Porfirio Barba Jacob. Una crítica seria, en un país en el cual solo puede hablarse con justicia de libros sueltos, se habría detenido a esperar en Tomás Carrasquilla, hace 20 años, y aún seguiría esperando.

La reacción más saludable de la poesía colombiana en el presente siglo, fue la irrupción del grupo identificado con la insignia de "Piedra y Cielo". Ellos tuvieron el mérito colectivo de haber puesto al país, no sin cierta violencia necesaria y no sin cierto retraso, en la onda de la poesía universal. En virtud de aquella subversión, la poesía colombiana salió del carril formal por donde venía rodando, y se incorporó con una sensibilidad nueva a una nueva manera de expresión. Pero a 20 años del fogonazo piedracielista, que tuvo un valor más histórico que estético, no parece que el cambio de carriles hubiera conducido a un territorio más fértil.

No hemos sido más afortunados en el campo de la ficción. Hace unos meses, el suplemento literario de EL TIEMPO patrocinó un concurso nacional de cuentos. En el término establecido, 315 trabajos se presentaron a la consideración del jurado. Pero los tres cuentos premiados después de un dispendioso proceso de eliminación, no revelaron al cuentista inédito que se suponía en la provincia remota, asfixiado por el centralismo intelectual. Frente a los cuentos premiados, de una calidad corriente, una pregunta se imponía: "¿Cómo serían los 312 descartados?".

Por supuesto, era ingenuo aspirar a que un concurso despejara el misterio del cuento nacional. Una de las más completas antologías del género que se han publicado en Colombia —la de Eduardo Pachón Padilla, editada en 1959 por el Ministerio de Educación— reveló que en el país se han escrito algunos cuentos buenos, pero no ha habido un buen cuentista. En realidad, los pocos cuentos buenos no los han escrito los cuentistas; y a la inversa, los cuentistas consagrados no han escrito los mejores.

El caso de la novela se presta a otro curioso examen. Jorge Isaacs solo escribió "María". Eustaquio Palacios escribió solamente "El Alférez Real", Eduardo Zalamea Borda, por circunstancias que solo sus lectores diarios y sus amigos podemos entender, escribió "Cuatro años a bordo de mí mismo", hace ya un cuarto de siglo. En cambio, Arturo Suárez escribió seis novelas y J. M. Vargas Vila 27.

La conclusión podría parecer superficial, pero es perfectamente demostrable: solo los malos novelistas colombianos han escrito más de una novela. De manera que quienes estaban capacitados para estructurar una obra sólida, que contribuyera a enriquecer con valores reales la literatura nacional, se han quedado en la anunciación, mientras que el gran torrente novelístico se ha nutrido de la mediocridad.

Sin duda, uno de los factores de nuestro retraso literario, ha sido esa megalomanía nacional, —la forma más estéril del conformismo— que nos ha echado a dormir sobre un colchón de laureles que nosotros mismos nos encargamos de inventar. Países latinoamericanos, que tienen de su propia literatura un concepto menos grandilocuente que el que nosotros tenemos de la nuestra, han alcanzado modestamente la merecida atención de un público internacional. Nosotros en cambio seguimos nutriéndonos del sentimiento de superioridad que heredamos de nuestro antepasados por la versión a cinco idiomas de "María", escrita hace 109 años, y por la traducción a ocho idiomas, inclusive el chino, de "La Vorágine", escrita hace 35. Es hora de decir que es absolutamente falso que el mundo esté pendiente de nuestra literatura. El poeta español Gerardo Diego decía alguna vez en privado: "Los colombianos no han dado un grande escritor; y lo merecían, porque han trabajado mucho". Acaso hayamos trabajado mucho, ciertamente, pero no por el camino acertado.

Hablando en términos generales, en tres siglos de literatura colombiana no se ha empezado todavía a echar las bases de una tradición; no han surgido ni siquiera los elementos de una crítica valorativa seria, ni comienzan a crearse las condiciones para que se produzca entre nosotros el fenómeno del escritor profesional.

En Colombia se han ensayado todas las modalidades y tendencias de la novela y la narración. Se han experimentado todos los manerismos poéticos e inclusive buscado de buena fe nuevas formas de expresión. Pero, aparte de que las modas nos han llegado tarde, parece ser que nuestros escritores han carecido de un auténtico sentido de lo nacional, que era sin duda la condición más segura para que sus obras tuvieran una proyección universal.

En la segunda mitad del siglo XIX, mientras el hombre colombiano padecía el drama de las guerras civiles, los escritores se habían refugiado en una fortaleza de especulaciones filosóficas y averiguaciones humanísticas. Toda una literatura de entretenimiento, de chascarrillos y juegos de salón prosperó en el país, mientras la nación hacia el penoso tránsito hacia el siglo XX. Los costumbristas no se interesaron por el hombre sino en la medida en que constituía el elemento más pintoresco del paisaje. En la edad de oro de la poesía colombiana, se escribieron algunos de los mejores poemas europeos del continente. Pero no se hizo literatura nacional.

Es explicable por tanto que la única explosión literaria de legítimo carácter nacional que hemos tenido en nuestra historia —la llamada "novela de la violencia"— haya sido un despertar a la realidad del país literariamente frustrado. Sin una tradición, el primer drama nacional de que éramos conscientes nos sorprendía desarmados. Para que la digestión literaria de la violencia política se cumpliera de un modo total, se requería un conjunto de condiciones culturales preestablecidas, que en el momento crítico hubiera respaldado la urgencia de la expresión artística.

En realidad, Colombia no estaba culturalmente madura para que la tragedia política y social de los últimos años nos dejara algo más que medio centenar de testimonios crudos, como es el caso, y nutriera una manifestación literaria de cierto alcance universal. El esfuerzo individual, el puro trabajo físico, puede producir, un escritor esporádico y es de todos modos condición indispensable de la creación, pero ni la sucesión ni la coincidencia de unos cuantos escritores conscientes en tres siglos, pueden producir una auténtica literatura nacional. Al parecer, ese es el caso de Colombia.

Incidentalmente, habría que decir en favor de esos buenos escritores eventuales, que su obra es tanto más meritoria en Colombia cuanto que ha sido un trabajo de horas escamoteadas a la urgencia diaria. No existiendo las condiciones para que se produzca el escritor profesional, la creación literaria queda relegada al tiempo que dejen libre las ocupaciones normales. Es, necesariamente, una literatura de hombres cansados.

Por el contrario, tal vez la falla principal que podría señalarse a muchos de nuestros escritores, especialmente en los últimos tiempos, es no tener conciencia de las dificultades físicas y mentales del oficio literario. Grandes escritores han confesado que escribir cuesta trabajo, que hay una carpintería de la literatura que es preciso afrontar con valor y hasta con un cierto entusiasmo muscular. La creación literaria, solo por decirlo gráficamente, es un trabajo de hombres.

No es sorprendente que después de la frustrada explosión de "la novela de la violencia", Colombia haya caído en un estado de catalepsia intelectual. Antes, al menos, había una producción masiva de mala literatura. Hoy no tenemos nada. Puede sospecharse, inclusive, que ya no se escriben los sonetos de amor del bachillerato, que parecía ser un signo definido de nuestra nacionalidad. Con una ligereza que no es más que un síntoma de apoltronamiento crítico, se trata de explicar esta extremada pauperización de la literatura colombiana como el resultado de una nueva preocupación colectiva: la tecnificación de la vida. La situación de la pintura en Colombia podría ser una buena réplica.

Los pintores tuvieron la suerte de que Colombia no hubiera sido considerada nunca como un país de pintores. Conscientes de ser los responsables de una función artística nueva, sin estrepitosos antecedentes en el país, los pintores colombianos han empezado por el principio, aprendiendo duramente su arte y su oficio, y ejerciendo al mismo tiempo una vigorosa presión contra el medio. Puede comprobarse que el medio ha empezado a responder. En la actualidad, contamos con un grupo de pintores que pintan ocho horas al día, y que con una admirable conciencia profesional están echando las bases de un movimiento pictórico colombiano de proyecciones internacionales.

No es enteramente casual que este buen viento que sopla al norte de la pintura, haya coincidido con la aparición de una crítica seria e independiente, de una intransigencia necesaria. Lo más saludable que podría ocurrirle a la literatura es la aparición de una crítica semejante.

Se ha escrito varias veces la historia de la literatura colombiana. Se han intentado numerosos ensayos críticos de autores nacionales, vivos y muertos, y en todo tiempo. Pero en la generalidad de los casos esa labor ha estado interferida por intereses extraños, desde las complacencias de amistad hasta la parcialidad política, y casi siempre distorsionada por un equivocado orgullo patriótico. De otra parte, la intervención clerical en los distintos frentes de la cultura ha hecho de la moral religiosa un factor de tergiversación estética.

La generalidad de los estudios críticos que se escriben en Colombia son eruditos análisis de una obra, de las influencias del autor, y hasta de su personalidad sicológica. Sabemos, por esos estudios, que Guillermo Valencia fue un poeta parnasiano, que sus hemistiquios eran perfectos, y que abrió una ventana por donde entró el viento modernista a renovar el aire enrarecido del romanticismo. Pero nadie nos ha demostrado, de un modo autorizado y definitivo, si era un poeta bueno o malo, ni por qué fue necesario el posterior y espléndido terrorismo poético de Luis Carlos López. La crítica colombiana ha sido una dispendiosa tarea de clasificación, una labor de ordenamiento histórico, pero solo en casos excepcionales un trabajo de valoración. En tres siglos, aún no se nos ha dicho qué es lo que sirve y qué es lo que no sirve en la literatura colombiana. De este modo, el escritor está obligado a ser responsable solo ante sí mismo.

La literatura colombiana, en conclusión general, ha sido un fraude a la nación. •
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GABRIEL GARCIA MARQUEZ
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jueves, 17 de abril de 2014

El novelista García Márquez no volverá a escribir

El novelista García Márquez no volverá a escribir
Se dedicará a la música y compondrá un "concierto para triangulo y orquesta"
 

Una entrevista de Daniel Samper, para "Lecturas Dominicales"
EL TIEMPO - Diciembre 22 de 1968 - Página 5


Este es mi último libro

Empiece por decir una cosa: que ya no doy más reportajes, porque me tienen hasta aquí. Yo me vine para Barcelona porque creí que nadie me conocía, pero el problema ha sido el mismo. Al principio decía: radio y televisión no, pero prensa sí, porque los de la prensa son mis colegas. Pero ya no más. Prensa tampoco. Porque loa periodistas vienen, nos emborrachamos juntos hasta las dos de la mañana y terminan poniendo lo que les digo fuera de reportaje. Además, yo no rectifico. Desde hace dos años, todo lo que se publica como declaraciones mías, es paja. La vaina es siempre la misma: lo que digo en dos horas lo reducen a media página y resulto hablando pendejadas. Fuera de eso, el escritor no está para dar declaraciones, sino para contar cosas. El que quiera saber qué opino, que lea mis libros. En "Cien Años de Soledad" hay 350 páginas de opiniones. Ahí tienen material todos los periodistas qua quieran. Y es que hay más: fuera de la persecución de los periodistas, tengo ahora una que nunca pensé tener: la de los editores. Aquí llegó uno a pedirle a mi mujer mis cartas personales, y una muchacha se apareció con la buena idea de que yo le respondiera 250 preguntas, para publicar un libro llamado "250 preguntas a García Márquez". Me la llevé al café de aquí abajo, le expliqué que si yo respondía 250 preguntas el libro era mío, y que sin embargo, era el editor el que se cargaba con la plata. Entonces me dijo que sí, que tenía razón, y como que se fue a pelear con el editor porque a ella también la estaba explotando. Pero eso no es nada: ayer vino un editor a proponerme un prólogo para el diario del Che en la Sierra Maestra, y me tocó decirle que con mucho gusto se lo hacía, pero que necesitaba ocho años para terminarlo porque quería entregarle una cosa bien hecha. Si es que los tipos llegan a extremos. Por ahí tengo la carta de un editor español que me ofrecía una quinta en Palma de Mallorca y mantenerme el tiempo que yo quisiera, a cambio de que le diera mi próxima novela. Me tocó mandarle decir que posiblemente se había equivocado de barrio, porque yo no era una prostituta. Ese caso me hace recordar el de una vieja de Nueva York que me mandó una carta elogiando mis libros, en la cual, al final, me ofrecía enviarme, si yo quería, una foto suya de cuerpo entero. Mercedes la rompió furiosa. Voy a decirle una vaina, en serio: a los editores yo los mando, tranquila y dulcemente, al carajo.

Todos  los cachacos andaban de negro
 

Yo era un muchachito cuando vine por primera vez a Bogotá. Había salido da Aracataca con una beca para el Colegio Nacional de Zipaquirá, y luego de un viaje endiablado por el río y una trepada feroz de la montaña en tren, tuve mi primer contacto con la capital —que era un lugar lejanísimo, un verdadero otro mundo— en la estación de ferrocarril. Iba de la mano de mi acudiente, porque entonces la distancia entre el hogar y el estudiante obligaba a que a este le nombraran un acudiente, y todavía tenía miedo de morirme de una pulmonía, pues en la Costa se hablaba de que los calentanos no soportaban el frío de Bogotá. Pero, bien abrigado y todo, me monté en un carro con mi acudiente y empecé a ver esa ciudad yerta y gris de las seis de la tarde. Había miles de enmallados, no se oía ese alboroto de los barranquilleros, y el tranvía pasaba con cargamentos humanos. Cuando crucé frente a la gobernación, en la Avenida Jiménez abajo de la séptima, todos los cachacos andaban, de negro, parados ahí con paraguas y sombreros de coco, y bigotes, y entonces, palabra, no resistí y me puse a llorar durante horas. Desde entonces Bogotá es para mí aprehensión y tristeza. Los cachacos son gente oscura, y me asfixio en la atmósfera que se respira en la ciudad, pese a que luego tuve que vivir varios años en ella. Pero, aún entonces, me limitaba a permanecer en mi apartamento, en la universidad o en el periódico, y no conozco más que estos tres sitios y el trayecto que había entre unos y otros; ni he subido a Monserrate, ni ha visitado la Quinta de Bolívar, ni sé cuál es el Parque de los Mártires.

Este es mi último libro

Voy a decirle una vaina en serio: a los editores yo los mando, tranquila y dulcemente, al carajo. Son una verdadera plaga. Porque, además, ellos dicen que los escritores vivimos de ellos, pero son ellos los que viven de nosotros. Los escritores vivimos de nuestros lectores, y los editores son parásitos que se alimentan de nosotros y de nuestros lectores. Por eso yo le recomiendo a los muchachos que roben en las librerías. Pero a mí lo que me soba es que muchos jóvenes escriben para publicar y no para escribir. Por eso le tengo desconfianza al futuro de la literatura colombiana: porque los muchachos escriben para publicar. Ahora: que no digan que hay valores ocultos, pero que no han salido a luz porque no hay quién les publique. Nada. Los editores están buscando autores con escoba por debajo de las camas. Porque ese es su negocio, naturalmente, y por eso es que viven persiguiendo a los escritores. Pero espere y verá que con Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa y los otros, estamos preparando una vaina contra los editores. Y que no se calienten, porque yo jamás le he llevado un libro a un editor.

Todos los cachacos andaban de negro

Luego me llevaron al colegio de Zipaquirá, donde estudié durante varios años bachillerato. Zipaquirá era también una ciudad fría, con techos de teja desgastada, y el colegio, un gran internado donde vivíamos doscientos o trescientos niños. Muchos de ellos eran también costeños, como Ricardo González Ripoll, que fue hasta la semana pasada alcalde de Barranquilla, y Humberto Jaimes, que era el más formal, y nunca le dio una patada a una pelota de fútbol, pero es ahora el redactor deportivo de El Tiempo. Los sábados y domingos había salida, pero yo no me movía del edificio porque no quería enfrentarme con la tristeza y el frío del pueblo. Durante esos años pasé encerrado la totalidad de las horas libres despachando libros de Julio Verne y Emilio Salgari. Por eso mismo no conozco, a Dios gracias, la Catedral de Sal.

Éste es mi último libro

Y que no se calienten, porque yo jamás le he llevado un libro a un editor. Fíjese y verá. En 1950, cuando yo estaba en Barranquilla (para ser francos, fue en Cartagena, pero a los cartagéneros no los cito porque son cachacos), escribí "La Hojarasca", en el reverso de unos boletines de aduana aburridísimos. Una agente de Editorial Losada en Bogotá se enteró meses después de que había un costeño que tenía una novelita, me la pidió, y la mandó a la Argentina junto con "El Cristo de Espaldas", de Caballero Calderón. La editorial rechazó el mío, con una carta del crítico Guillermo de Torre en que decía, no solamente que el libro era impublicable, sino que el muchacho que lo había escrito no tenía porvenir. Cinco años después, cuando trabajaba en el periódico, llegó a mi oficina Samuel Lisman Baum, quien había editado un par de libros, y me dijo que si le podía dar los originales de una novela que, según le habían contado, yo tenía por ahí. Abrí la gaveta del escritorio, y le di el joto como estaba. A las pocas semanas me llamaron de la Editorial Zipa y me dijeron que estaba listo el libro, pero que el editor se había perdido y yo tenía que pagarlo. De manera que me tocó ir con varios libreros a la Editorial Zipa, convencerlos de que compraran cinco o diez ejemplares cada uno, y así fui pagando la deuda. Después la reimprimieron en el Festival del Libro Colombiano, pero a esta segunda edición le quité un capítulo que había salido en la primera. Con "El Coronel no tiene quién le escriba", ocurrió algo similar.

Todos los cachacos andaban de negro

Terminado el bachillerato, me matriculé en la Universidad Nacional para estudiar Derecho, e hice los cinco años, pero no me gradué nunca porque me aburre a morir esa carrera. Hace poco, esto entre paréntesis, me propuso algún amigo vinculado a la Universidad, que hiciera cualquier tesis y que él se encargaba de arreglarme la cosa de los exámenes para graduarme, pero sería grotesco y lastimoso, un escritor de cuarenta años graduándose de abogado. Vivía entonces en una pensión en la Calle Florián, que es ahora, si no estoy mal, la carrera octava, y, aunque mis ingresos eran muy reducidos, me daba el lujo de pagar más que los demás residentes para que me dieran huevo al desayuno. Creo que era el único con huevo al desayuno entra los pensionados. Aprobé los civiles con más dificultad que los penales, pero unos y otros me daban la misma pereza. Ya usaba bigote, pero todavía no había hecho a un lado la corbata, y me volví un experto en jugar cascarita, pues aprovechábamos las horas de Derecho Comercial para dar patadas en los pasillos de la Facultad.

Este es mi último libro

Con "El Coronel no tiene quien le escriba" ocurrió algo similar. Terminé el libro en 1957, en París, y le mandé los originales a Germán Vargas para que los leyera y me contara cómo le habían parecido. Pero Germán se los dio a Jorge Gaitán Duran sin que yo lo supiera, y este los publicó en la revista "Mito". Esa es la primera parte de la historia de "El Coronel". Dos años después, estando yo tirado al pie de la piscina del Hotel del Prado, en Barranquilla (cite siempre a Barranquilla), le dije a un botones que me solicitara una llamada a Bogotá porque tenía que pedirle plata a mi señora. Alberto Aguirre, un editor antioqueño que estaba ahí —no sé por qué estaba, pero estaba ahí— me dijo que no le pusiera sebo a mi señora, y que más bien él me daba 500 pesos por el cuento ese que había aparecido en "Mito". Ahí mismo le vendí los derechos en 500 pesos y hasta la fecha. En esos mismos años había escrito los cuentos que componen "Los funerales de la Mamá Grande" y "La Mala Hora".



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Cómo y porqué no ha llevado nunca un libro a los parásitos editores.
"Barranquilla es el único sitio donde puede vivir alguien que no quiere
volver a oír nada sobre literatura", dice el autor de "Cien Años de Soledad"

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Barcelona a lo GGM
 

Barcelona es una ciudad antigua que un día se vio atajada por el mar, y resolvió subirse a una colina. Por eso tiene, hacia el occidente, muchas calles empinadas; una de esas calles se llama Lucano y, en el número 16, vive temporalmente la familia García Márquez. Hay que saludar a una recepcionista quinceañera, subir unas escaleras, abrir una puerta carmelita y atravesar un largo pasillo donde hay varias maletas arrimadas, antes de encontrarse en la sala, que son tres sillones, un canapé, una pequeña biblioteca (García Márquez dice que bota todo libro leído; en una ocasión llegó al extremo de partir en dos uno que estaba leyendo porque su esposa lo urgía para que lo terminara, pues ella tenía mucho interés en comenzarlo), una grabadora que recorre todos los días varias cintas de música clásica, y finalmente una pequeña mesa con una máquina eléctrica modernísima. Márquez, como lo llaman en el extranjero, dice que apenas hace falta hundirle cierto botón a la máquina, y esta sola escribe la novela. A las cuatro de la tarde, el sofá negro se llena de tiras cómicas de Tarzán, el Pato Donald y el Ratón Mickey, porque Rodrigo y Gonzalo (Mánu) han regresado del colegio y se ponen a mirar los monos antes de que Mercedes los requiera para hacer las tareas, García Márquez no usa corbata, y viste siempre buso negro de lana (¿Tendrá varios, o será el mismo?) y unas horribles medias rojas. Escribe por las mañanas en cierto tipo especial de papel, y a la una suspende y guarda la hoja perfectamente terminada, o bien la arruga y la bota a la caneca y pierde cinco o seis horas de trabajo. Ya no fuma tanto. Antes encendía el siguiente cigarrillo con la colilla del anterior, pero ahora piensa antes de prenderlo y solo se decide a hacerlo cuando se da cuenta de que tiene ganas. No posee carro, porque dice que los taxis en Barcelona son muy baratos y que es imposible encontrar parqueadero. Así que anda a pie; aun si va de compras, que es cuando entra a un almacén, escoge una corbata italiana o una camisa color crema (aunque no usa corbata y detesta las camisas color crema) y las hace mandar a la casa porque él nunca tiene plata y es Mercedes la que se encarga de pagar todo. O pasa por una librería y entra a hacer mercado de ojo, mientras Gonzalo, de nueve años, que es cachaco por accidente, ya que a los dos meses de nacido en Bogotá se lo llevaron para México, se dedica a revisar los libros infantiles, y casi siempre sale con uno o dos ("el intelectual de la familia es él", dice García Márquez) bajo el brazo. Se detiene en una cafetería y pide café con leche y ponqué, deja el consabido diez por ciento de propina, y se larga a pasear por la avenida de los almacenes buenos preguntando por una camisa de cuello largo que tenga la costura muy finita, hasta que el vendedor lo convence de que no tiene camisas de esa naturaleza pero que hay, en cambio, unas preciosas medias de lana anaranjadas que termina pagando Mercedes.
Cuando le caen visitas, el plan es infalible: comer en "La Puñalada", que es el mejor restaurante de Barcelona, pedir percebes —unas indescriptibles uñas prehistóricas repletas de líquido verde, acerca de las cuales se ignora aún si son animales, vegetales o minerales, pero que los españoles las comen porque no hay marisco que los españoles no coman—salpicar la comida con un vino que corre la ventura de ser devuelto si está un poquito achampañado (y eso que García Márquez se ríe de que una persona nacida en Aracataca esté devolviendo vinos en "La Puñalada"), seguir con un trozo de carne casi crudo, y terminar con crepés suzettes, porque ese miserable dulce les tan difícil de hacer que al "maitre" le da rabia cada vez que un cliente lo pide, y de eso se trata. Después hay que ir al Barrio Chino, según tradición de los hermanos escritores Gotysolo —uno de los cuales estaba comprando libros del otro para, aumentar artificialmente la venta cuando fue sorprendido por García Márquez y señora—, colarse en una cava y pedir un par de jereces, caminar otro rato por el barrio gótico que está lleno de gente, aunque sean las dos de la madrugada, y hacer el gran fin de fiesta en un bar muy simpático, aún no descubierto por el turismo, donde cantan flamenco "La Pampanini", "La Solitaria" y "La Salerosa" que, en realidad, no son ellas sino ellos, y cuyo derecho de admisión vale veinticinco pesetas, pero cuarenta con derecho a sentarse.

Este es mi último libro
 

En esos mismas años había escrito los cuentos qua componen "Los funerales da la Mamá Grande" y "La Mala Hora". Esta última rodaba por ahí, en un rollo, me acuerdo mucho, amarrado con una corbata azul a rayas amarillas. En el 59 me casé, y Mercedes resolvió echarle una ordenada a mis cosas. Se encontró entonces con el rollo y me preguntó si lo podía botar. Yo le dije que sí, pero al fin ella lo volvió a guardar, y el rollo fue a parar, no sé por qué, con todos nuestros chismes cuando me fui a vivir a Nueva York. Por ese entonces, Alvaro Mutis estaba preso en la cárcel de México, y me había escrito una carta pidiéndome algo para leer. Cogí los papeles de "Los Funerales" y se los mandé. El se los prestó a la crítica Helena Boniatowska, a quien se le perdieron. No volví a saber de la cosa sino dos años después, cuando Mutis me llamó y me contó que los había encontrado, que los había llevado a la Universidad de Veracruz para que los publicaran, y que me estaba mandando un cheque por cien pesos mexicanos —menos de cien dólares—, correspondiente a los derechos de autor. Eso fue todo lo qua recibí por "Los Funerales".
En 1962 se apareció Guillermo Ángulo en la casa dónde yo vivía en México, y textualmente me dijo: "La Esso organizó un concurso de novela, pero como que está varado porque no se ha presentado nada que sirva. Manda una vaina, porque es pilado gánaselo". Mercedes se acordó que por ahí andaba el rollo amarrado con la corbata tejida azul a rayas amarillas, y se lo dio como estaba. Así se ganó el premio Esso "La Mala Hora". Pero a mí todavía me da pena qua esa vaina amarrada con una corbata se hubiera ganado 3 mil dólares. Yo, francamente, pensé que era pecado comerse esa plata, porque me parecía robada, y más bien se la metí a la compra de un carro. Todavía estaba en México, cuando recibí una carta de la Editorial Suramericana en la cual me decían que querían reimprimir mís libros.

Todos los cachacos andaban de negro
 

Luego entré como reportero en "El Espectador". Es lo único que querría volver a ser. Mi gran nostalgia es no ser reportero, y la única vez en mi vida que me ha dolido no hallarme en Colombia, fue cuando se produjo el envenenamiento colectivo en Chiquinquirá: yo hubiera ido gratis a cubrir esa información. Inventábamos cada noticia..., una vez recibimos un cable del corresponsal en Quibdó, Primo Guerrero se llamaba, por la época en que se había pensado repartir al Chocó entre los departamentos vecinos, en el que se daba cuenta de una manifestación cívica sin precedentes. Al otro día, y al siguiente, volvimos a recibir mensajes similares, y entonces resolví irme a Quibdó para ver cómo era una ciudad en pie. Hacía un sol de los infiernos cuando, tras miles de peripecias para viajar a un sitio a donde nadie viajaba, llegué a un pueblo desierto y amodorrado en cuyas calles polvorientas el calor retorcía las imágenes. Logré determinar el paradero de Primo Guerrero y, al llegar, lo encontré echado en la hamaca en plena siesta bajo el bochorno de las tres de la tarde.
Era un negro grandísimo. Me explicó que no, que en Quibdó nada estaba pasando, pero que él había creído justo enviar los cables de protesta. Pero como yo me había gastado dos días en llegar hasta allí, y el fotógrafo no estaba decidido a regresar con el rollo virgen, resolvimos organizar, de mutuo acuerdo con Primo Guerrero, una manifestación portátil que se convocó con tambores y sirenas. A los dos días salió la información, y a los cuatro llegó un ejército de reporteros y fotógrafos de la capital en busca de los ríos de gente. Yo tuve qua explicarles que en este mísero pueblo todos estaban durmiendo, pero les organizamos una nueva y enorme manifestación, y así fue como se salvó el Chocó.

Este es mi último libro

Todavía estaba en México cuando recibí una carta de Editorial Suramericana, en la cual me decían que querían reimprimir mis libros. Les contesté que no estaba interesado en reimprimirlos, pero que les podía entregar una novela que tenía casi terminada. Les mandé entonces "Cien Años da Soledad", y se encontraron con semejante mina que les ha vendido más de cien mil ejemplares en menos de dos años. Y ahora resulta que dizque somos nosotros los que vivimos de ellos. Y friegan permanentemente. No hay día en que no llamen dos o tres editores y otros tantos periodistas. Cuando mi mujer contesta al teléfono, tiene que decir siempre qua no estoy. Si esta es la gloria, lo demás debe ser una porquería. (No: mejor no ponga eso, porque esa vaina, escrita, es ridícula). Pero es la verdad. Ya uno no sabe ni quiénes son sus amigos.

Todos los cachacos andaban de negro
 

En otra ocasión en que el material para publicar era escasísimo, inventamos el descenso de un helicóptero al Salto de Tequendama. La proeza era una tontería; se trataba de un helicóptero que repetía por milésima vez una operación de descenso común y corriente, solo qua en esta oportunidad lo hacía en la cañada del Salto. Le dimos gran despliegue, metí un fotógrafo entre la cabina, yo me quedé al pie de la carretera porque no pensaba bajar ni muerto y, al final, resultó ser la primera inspección en helicóptero a una cascada famosa. Después vinieron los reportajes al marino Velasco. Hablé con él durante horas y horas, y lo que conté fue absolutamente ceñido a su relato. Quién sabe qué habrá sido del marino Velasco. Por ahí me dijeron que ahora andaba de gerente y de economista joven.

Este es mi último libro
 

Ya uno no sabe ni quiénes son sus amigos. Aquí se pasa uno la vida esperando un amigo de García Márquez, pero todos los que llegan son amigos del escritor y no del tipo de cuarenta años que nació en Aracataca. Mis únicos amigos son anteriores a "Cien Años de Soledad". A ellos les contesto unas cipote cartas y me leo de cabo a rabo las que me mandan, pero las otras ni las abro. Las rompo sin abrirlas. De veras que todo esto cansa. Los primeros tres meses leí las críticas de prensa sobre "Cien Años de Soledad" que me mandaba él editor. Ahora ni sé dónde las pongo. No es vanidad: es que me dañan el libro que estoy escribiendo. Necesito que me dejen tranquilo para acabarlo en tres años; pero los lectores están dos años atrasados respecto al autor, y solo me hablan de "Cien Años de Soledad". Yo ya no quiero saber nada de "Cien Años". Quiero concentrarme en "El Otoño del Patriarca". Por favor que no me hablen más de literatura; estoy hasta el pescuezo de García Márquez; todos se sienten obligados a comentarme "Cien Años da Soledad". Ya decidí que lo único que me interesa son mis amigos: de nueve a tres trabajo, y de resto para emborracharme con mis amigos. Que venga el Néne Alvaro Cepeda y nos emborrachamos juntos, y los demás al carajo. Cuando termine este libro, me voy para Barranquilla, donde nadie le pone bolas a nadie, donde va el presidente y al primer día lo atienden pero al tercero ya ni le fían, y no escribo más.

Todos los cachacos andaban de negro

Algunas cosas publicadas me crearon un mal ambiente en un ambiente malo, y entonces tuve que irme a París como corresponsal, recibiendo un sueldo que me permitía vivir, decorosamente. Hasta que un día cerraron el periódico, y me quedé en la calle. Así que me dediqué a escribir; terminé "El Coronel no tiene quien le escriba" y, al cabo de los meses, la generosidad de mi casera y mi escasez absoluta de fondos habían acumulado una de las más grandes deudas por concepto de arrendamiento, de que se tenga noticia en París.

Este es mi último libro
 

Y no escribo más. Ya escribí el plan de libros qua tenía para veinte años. Ahora se acabó. Ya no tenga plan. Ni tengo ganas de escribir. Eso cada vez es más difícil, y yo soy muy bruto para escribir. Me siento en la máquina, y al final tengo terminada media cuartilla, Estoy viendo que el que tiene razón es mi papá; él no ha leído ninguno de mis libros porque dice que yo soy demasiado bruto para escribir nada bueno. Por ahí estoy pagando una casa a plazos en Barranquilla que me enflautó Néne Cepeda, y me voy a ir para allá a no hacer nada, para no volver a encontrarme con amigos que me feliciten por "Veinticinco años de paz", como me ocurrió hace poco. De veras, no quiero volver a escribir. Más bien voy a dedicarme a la Música.  Ya comencé a estudiarla con Alejo Carpentier y Mauricio Ohana, en París, y ahora me voy para Barranquilla y me pongo a escribir un concierto para triángulo y orquesta. Es que al pobre triángulo lo tienen fregado. ¿Ha visto una partitura para triángulo? Es una vaina en que se pasan páginas y páginas y de golpe, tín. Triste. Yo voy a componer una obra que constituya la rehabilitación, del personaje más olvidado de la orquesta; lo pongo al frente del escenario, antes que todos los demás instrumentos, enciendo las luces y hago que la orquesta entera trabaje para el triángulo. El triángulo será la medida y el desenlace de todo. Porque, si sigo en la literatura, quién sabe cómo acabe. Ya me estoy dando cuenta que soy el Vargas Vila de mi generación. Mira y verá: Vargas Vila también era el que más se vendía, y Vargas Vila también se vino a Barcelona. Me da miedo estarle siguiendo los pasos. Al principio creí que "Cien Años de Soledad" era una buena novela, pero ahora sospecho que 120 mil ejemplares vendidos son típica cosa de Vargas Vila. Eso es muy grave. Por eso me voy para Barranquilla donde nadie le pone bolas a uno. Ya estoy convencido de que en América Latina, al ver una foto mía, dicen: "Otra vez el sapo del García Márquez".
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viernes, 11 de abril de 2014

LA OBSTINACIÓN MARAVILLOSA - Jaime Mejía Duque - "Crítica a García Márquez"

sección - LIBROS LEÍDOS - revista "gato encerrado" número 8 - mayo/junio 1981
CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
LA OBSTINACIÓN MARAVILLOSA
Por: Jaime Mejía Duque

(DATOS BIOGRAFICOS)
 

—"El día en que lo iban a matar, Santiago
Nasar se levantó a las 5: 30….... "
—"Había soñado que atravesaba un bosque

de higuerones donde caía una llovizna tierna… "
 

• Lectores esperanzados y optimistas, entre quienes me he contado siempre para bien o para mal, seguimos línea a línea y con placer el capítulo augural o primera secuencia de Crónica de una muerte anunciada, que anticipó la prensa bogotana el domingo 26 de abril. Poco a poco advertíamos los olores y los sabores metafóricos ya conocidos (—¡y tan imitados!—) desde la saga de Macondo. El dominio del autor en el manejo de su personal lenguaje, al que despliega y vuelve a plegar a voluntad con humor y maestría, queda fuera de dudas. Es lo que con arrobamiento fetichista llaman por ahí el "oficio". Gabo lo posee como su misma piel. Requisito sin el cual, por lo demás, nadie ha sido un escritor.
 

• Primeramente fue menester despegarse las gafas impalpables que la escalada editorial, con su baraúnda omnipresente, nos había calzado en el semisueño de los últimos meses, a fin de restablecernos en nuestra visión natural, la de todos los días. Y entonces fuimos comprobando el imperio de aquellos recursos ya tan familiares por todo lo anterior de Gabo. Sin dejar, claro está, de disfrutar el placentero arrullo de una escritura que respira sin tropiezos. Hasta que al cabo de esas páginas el don de la primicia no pudo disimularnos más el hecho curioso, y discretamente desgarrador, de que lo medular de esta obra tan sabiamente redactada en los incidentes y matices de su anécdota se contenía en el troquel del estereotipo patentado. El modo maestro como el escritor latinoamericano más célebre actualmente sobrelleva la matriz macondiana, reconocible no tan sólo en el enfoque global del tema sino además en casi todas sus construcciones metafóricas y plásticas, sostiene el interés en la primera lectura. Experiencia ésta que será envidiablemente virginal en quienes hasta ahora no hayan leído nada del autor. Pues lo hallarán "todo" aquí. Porque el trazo técnico-literario del escritor no ha variado. Naturalmente, esta Crónica ya no acude a la hiperbólica y rebuscada imaginería de El Otoño: en verdad ese era un camino destapado, el espejismo de las innovaciones genuinas.
 

• Hay algo melancólico y como premonitorio y suprapersonal en esta perfección estereotipada, en el juego visceralmente previsible y sin embargo fascinante —que nos complica en sus aberraciones— de esta prosa que jamás fué torpe ni huérfana de ingenio. La novedad formal de Gabo fué tan espectacular desde el comienzo, y a la vez tan prisionera de su propio encanto, que ayer con El Otoño y hoy con la Crónica, nos persigue la imagen de lo que acabó ocurriéndole a un García Lorca, tan insólito en sus inicios y tan admirablemente repetitivo en su arsenal metafórico durante el resto de su escritura. Porque era eso exactamente: siempre admirable en su fulgor verbal para los lectores de su época, pero.... demasiado él mismo siempre.
 

• Quizá el talento primordialmente lírico y metafórico de García Márquez (—apenas externa y ocasionalmente emparentado con el espíritu épico, que es explorador, objetivo y proteico basta el fin—), se reconozca a la postre en sus virtudes y sus vicios del lado de la Fábula, en la aceptación más estricta. La Hojarasca, inmadura todavía pero ya convincente, y El Coronel, tan seguro y perfecto, tal vez señalen los puntos límites en donde la apertura épico-novelesca propiamente dicha se vislumbra desde el interior de la anécdota elegida, en su espontánea entonación narrativa, y en donde el lirismo episódico es sobrepasado por el movimiento de un relato en cuyo discurrir la subjetividad estilizadora no se autocontemplaba todavía.
 

• Si he formulado la cuestión en términos tan "filosóficos", será porque percibo en ella un problema de fondo que incide en toda la producción narrativa latinoamericana de este período. A lo mejor, o a lo peor, el "boom", que sin duda dió seguridad a escritores y lectores en América Latina e impulsó nuestra literatura en prosa (—al Ensayo también—), igualmente ha fomentado, con la mediación extraliteraria y tan ambivalente de la publicidad vendedora, esta especie de narcisismo de nuestra conciencia literaria en trance de madurez.
 

• García Márquez sabe lo que es afrontar ese poder que invade y usurpa nuestra subjetividad, que amenaza a cada instante con escindir y pulverizar el yo del autor de moda, haciéndolo explotar en lluvia de confeti después de haberlo magnificado a través de los temibles "mass-media". De pronto el personaje se descubre en el papel del aprendiz de brujo, impotente para conjurar las fuerzas mágicas que ha despertado (—y que aquí no son sino las del mercantilismo trasmutador del objeto cultural en puro valor de cambio y en fetiche-vampiro—).
 

• De cualquier modo el proyecto de escritura mantiene su dinámica, o al menos su razón de ser entre los afanes de los hombres, y el escritor seguirá embarcado en él hasta la trivialización prestigiosa, o hasta la deseable muerte en olor de rebeldía y de búsqueda. Dada la naturaleza prometeica de la literatura como arte, ciertamente se trataría de lo ultimo: rebelión contra lo obvio y adormecedor, búsqueda jamás sobreseída de la compulsión originaria.
 

• De esta problemática no hay escapatoria para quien vive su vocación como destino. El autor de Crónica de una muerte anunciada la confronta sin remedio cuando, al relatar este asesinato con ojo de cronista, el plasma celular de sus imágenes tiende tercamente a reordenarse a la manera de los palimpsestos de Macondo. Su manejo del tiempo oscila en un ir y venir del pasado (—lo ya ocurrido y que ahora se cuenta—) y el futuro (—que se desliza en la visión del narrador desde el momento en que reconstruye las circunstancias de lo acontecido—). Desde el futuro del muerto y sus asesinos, que será el presente del "cronista", permanentemente indicado por giros y expresiones de llaneza coloquial, el narrador "muestra" paso a paso lo sucedido, restituyéndolo al momento de su génesis, pero siempre como un acto de la memoria de otros. No hay una sola página en donde dicha alternancia no se cumpla. Ella suele ocurrir así:
 

"—Faustino Santos me contó que se había quedado con la duda, y se la comunicó a un agente de la policía que pasó poco más tarde a comprar una libra de hígado para el desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy, y murió el año siguiente por una cornada de toro en la yugular durante las fiestas patronales. De modo qué nunca pude hablar con él, pero Clotilde Armenta me confirmó que fue la primera persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se habían sentado a esperar—" (—tercera secuencia—).
 

• Ahí está. Es algo que posee la insidiosa virulencia de las metástasis. O sea, el mismo tratamiento del tiempo del Narrador en Cien años. Y al final, con el relato ya objetivado, será también un tiempo cíclico. El tono de "crónica" ligeramente ritual en ocasiones, tan propio de la concepción narrativa en Gabo desde sus comienzos, se preserva con toda su tipicidad en este breve libro. A la postre dicha modalidad "alude" el acontecimiento en que se funda el relato, lo "rememora" pero en realidad (—como sí ocurre en la narración épica—) no lo actualiza en vivo desde las conexiones internas y constitutivas de sus elementos fácticos. "Todo" García Márquez se contiene y determina en esta diferencia. Por ello he afirmado que él es un narrador lírico. Ciertamente cronista. Su reino es el de la leyenda, el del "se dice", el del "me contaron" de la tradición oral… El de la Fábula.
 

• En condiciones históricomundiales bajo las que quizá muchas personas cultas e incultas padecen la fatiga de la crudeza "realista" que también avasalla la intimidad y, por reacción, despierta nuevamente la añoranza de alguna Edad de Oro —o su caricatura piadosa—, resulta explicable en cierta medida la avidez por esta mirada deliberadamente "ingenua" del cronista de Macondo (—modelo trascendente del Anacronismo—). Pero, como en un mundo decididamente desacralizado y hostil cada día la actitud ingenua corre el riesgo de fosilizarse a su turno en mera obstinación de lo imposible, el retoricismo de El Otoño denunció a su hora un desajuste profundo (—tan vivido, que todos se empecinaron en escamotearlo y exhibirlo, al contrario, como una epifanía—).
 

• Era sensato, pues, no insistir en esa dirección manierista. Ahora el síntoma surge a otro nivel: Crónica de una muerte anunciada es tan clara y tan fluida como El Coronel, según debía ser, sin duda alguna. No obstante, la cuestión medular y de conjunto, en la escritura garcíamarquiana, con eso no ha desaparecido. Es que —me atrevería a suponerlo— lo ingenuo, lo legendario, lo mítico inclusive, era Macondo. En la crónica del asesinato de Santiago Nasar, que al fin no podrá ser asimilada mecánicamente al encantado universo de los Buendía cerrado sobre sí como un mineral, en ella el mecanismo del lenguaje sigue estando montado sobre las mismas combinaciones metafóricas —con todo y haberse sometido a una ascética poda de hipérboles y desmesuras—, Antes de El Coronel, y aun de Cien Años, este limpio relato no hubiera cuestionado nada. Venido luego, se convierte en un hábil y bien terminado artefacto. 

Como al principio, aquí se entona:
 

"—Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza..." (—Pág. 12—).
 

"—El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros..." (—pág. 1—).
 

Con el humor necesario, en todo caso:
 

“—Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte le causaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz, aunque un poco trastornado por la práctica solitaria del espiritismo aprendido por correo. Su comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad..." (—pág. 77-78—).
 

"—Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y resuelto hasta la adolescencia… Pedro Vicario cumplió el servicio durante once meses en patrullas de orden público... Regresó con una blenorragia de sargento que resistió a los métodos más brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguarán..." (—Págs. 80-81—).
 

• Empero, este no podría ser considerado un libro baldío. Aunque sí epigonal en el horizonte de una obra cuyos logros mejores, la crítica internacional ha exaltado a la jerarquía de los valores contemporáneos.
 

• Su anécdota —aquel crimen ineluctablemente ejecutado a pesar del rumor y la publicidad que lo proceden, y en los que todo el vecindario participa— sugiere objetivamente en pleno trópico el guiño del destino que ejemplarizaron los trágicos antiguos.
 

• Su entonación de reportaje desenfadado que discurre por la epidermis más llamativa del acontecimiento, reteniendo periodísticamente lo que en él ha quedado al alcance de cualquier testigo, aun del más desprevenido, es lo que aquí jamás se traiciona. Y en ello consiste precisamente la virtud del género. Lo demás es el ingenio poético, del que carecen tantos reporteros. Lo narrativo, concebido líricamente, admite el rejuego del azar, el arbitrio alusivo, el tic de la fantasía que no habrá de comprometerse a dar cuenta internamente de ningún sentido determinado. Lo cual, a la postre, define los dominios cada día más vastos y enajenantes de la llamada literatura comercial.
 

• Previendo tal vez esa reserva en lectores entrenados, el cronista pone a cargo del juez de instrucción (—figura no propiamente "creada" sino más bien "declarada" en el discurso narrativo—), esta reflexión justificativa que en rigor apuntaría esencialmente a todo el texto a cuyo socaire se produce: "—Sobre, todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada".
 

• Llegados a este punto, en el último capítulo o secuencia, hasta parece lícito pensar que, en repentino fulgor de autoironía, el escritor se "desolidariza" moralmente de su juego.
 

• Entre la "gente de letras" de América Latina el "boom" inagotable de García Márquez parece haber llegado a erigirse en poder intimidante. El problema se complica con el hecho de que, al volver a leer al colombiano, descubren que todavía sus textos los fascinan con esa mezcla de aceptación y rechazo, con esa confusión de sentimientos tan difícil de conducir a una catarsis. Justamente por ser él tan representativo de lo que ocurre con nuestra literatura en ascenso, quiérase o no, él se ha convertido en piedra de toque de afirmaciones y negociaciones, de plenitudes y carencias, para quien aspire a comprender en su terreno la narrativa latinoamericana de estos lustros. Lo que allí viene sucediendo no tendría otro sentido, si se lo contempla en perspectiva. Por ello, la pasión o la curiosidad con que se estudia y se promueve al escritor colombiano dentro y fuera de nuestro medio, no se nutren únicamente de las cualidades intrínsecas de su obra. Es que la intuición o el "gusto" del momento perciben oscura y contradictoriamente en ella el nudo de intersección de enigmas que conciernen a todo un panorama sociocultural inédito hasta hace pocos años, el de América Latina. De modo que cuando García Márquez declara, en otros términos, que él "no tiene la culpa" de su tremenda resonancia, dice la verdad. Quienes desde sus pequeños mitos sin porvenir languidecen de despecho ante tamaña nombradía y la eclosión editorial que la corteja (—no menos hiperbólica que los tropos de Cien años—), no han barruntado la complejidad ni el peso del fenómeno. En el ojo del huracán publicitario le ha correspondido ocupar su lugar, y ahí también acecharía el "suspenso" histórico-literario de su perdurabilidad. Nosotros deseamos ésta en nombre de una literatura cuya validez universal necesitamos.
Por: Jaime Mejía Duque
Bogotá, mayo/81.
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jueves, 10 de abril de 2014

Aquí hay gato encerrado

QUINCENA - Aquí hay gato encerrado
Uriel Ospína

Publicado el 15 de Noviembre de 1981
Lecturas Dominicales - EL TIEMPO - pp 11
 

Eutiquio Leal anda empeñado hace algún tiempo en sostener una revista literaria de vanguardia en Colombia, empresa para la cual se necesita una buena dosis de quijotismo, otra de coraje y una tercera de testarudez. La primera es difícil de conseguir en estos tiempos de yangüeses. La segunda tampoco suele hallarse con facilidad. La tercera es tal vez de todas la más compleja, por cuanto ella obliga orientar la revista, reunir las colaboraciones de escritores incumplidos, seleccionar el material, conseguir los avisos, buscar la imprenta, pagar la edición (que nunca vale lo mismo de un número a otro) corregir las pruebas, hacer los paquetes, llevarlos al correo y finalmente emprender el calvario de cobrar los avisos para poder editar el número siguiente.
Cualquier otro que no esté al tanto de estas aulagas creerá que exagero, pero no es así. Editar una revista literaria en Colombia es una empresa que desanima a cualquiera. Tal vez no a Eutiquio Leal.

"Gato encerrado", se llama ésta de que estoy hablando. También andan metidos en el propósito Fernando Soto Aparicio y Eduardo Márceles Daconte, coordinando la redacción Mariela Zuluaga, Joaquín Peña Gutiérrez y Benhur Sánchez Suárez. Porque se necesita «realmente creer en la literatura para enfrentarse a semejante empresa, dado que en Colombia —e imagino que el fenómeno es general en la América Latina—, la gente solamente lee lo que le dicen que es bueno, lo que haya hecho su carrera literaria o lo que venden como consumo de supermercado las grandes editoriales. Que yo sepa, muy poca gente arriesga un poeta nuevo, o un novelista desconocido, y por carecer de espíritu de aventura intelectual, se ha quedado adherida a aquello tan conservador que "más vale malo conocido que bueno por conocer", desactualizándose, y de pasada esclerotizándose mentalmente, por simple pereza espiritual.

De "Gato encerrado", que por sus mismas limitaciones económicas es modesta editorialmente, debo decir que por lo menos tiene el inmenso valor de responder en un frente en el que muchas personas y entidades con mayores posibilidades materiales no han tenido la gallardía de hacerlo. Aparte algunas excepciones, Colombia es un país sin revistas literarias excepción hecha de las oficiales de algunos institutos o universidades que muy poco contacto tienen con la gente nueva, con la calle, con lo que silba, gruñe y chilla, en la calle, con lo que tiene "jeans" mentales más que materiales. El gato encerrado de Eutiquio Leal no lo es tampoco tanto por cuanto anda suelto por tejadillos y tertulias, revelando nombres, despertando intereses, recordando que la creación literaria, como las plantas, hay que ayudarla en su desarrollo, en vez de andar buscando la sombra amiga del árbol conocido para ponerse a bostezar bajo sus ramas. 

Nadie sabe cuántas vidas podrá tener este "Gato". Ni siquiera lo sospechan Eutiquio Leal y sus compañeros de aventura. Es posible que en esta adquieran más arrugas, más canas, más experiencia que beneficios económicos. Sin duda alguna cuando todavía se es joven intelectualmente es más hermoso también fatigarse en una faena que muy pocos habrán de comprender y menos de agradecer, pero que es de una belleza fresca, primaveral y lozana!
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viernes, 4 de abril de 2014

EUTIQUIO LEAL DESPUÉS DE LA NOCHE

EUTIQUIO LEAL DESPUÉS DE LA NOCHE
1928-1997
Paginas 39/40/41/42/43 - Los adelantados - Libro de Carlos Orlando Pardo
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Llegó esa tarde con la sonrisa amplia y las palabras gratas que refrescaban aquel día, pocas horas antes de celebrar mis primeros cincuenta años. Era excepcional que no viajara a las convocatorias de los amigos porque su actitud solidaria estaba a toda prueba. Lo noté demasiado delgado cuando le di mi abrazo, pero nada hacía suponer que la muerte corriera de prisa por sus venas. Tres meses después supe que lo habían hospitalizado de urgencia y no pasaron muchos días para recibir la noticia de su muerte. Ni qué decir de la tristeza y del traslado inmediato para entregar el duelo y compartir con su gente y sus muchos amigos el dolor colectivo. Repasamos en silencio la larga amistad que nos unió a su vida y la profunda admiración que despertaba. Ahí, rígido, estaba uno de los renovadores de la literatura nacional conocido siempre como el secularmente joven, un auténtico escritor que había logrado reflejar temáticamente los conflictos del hombre contemporáneo en sus diversas facetas y quien utilizó técnicas y modos de contar que marcaron, junto a otros escritores, el camino cierto de entrada a la modernidad de las letras colombianas. De tanto leerlo y estudiarlo sabíamos de memoria que el escritor nacido en Chaparral el 12 de diciembre de 1928 parecía condenado a ser eterno, pero ese 13 de mayo de 1997 en Bogotá, había terminado su jornada. Jamás pudimos imaginarlo que estuviera quieto. El autor, viajero impenitente y que fuera una especie de Pambelé literario porque fueron muchos los premios obtenidos nacional e internacionalmente, alcanzó a publicar catorce libros entre novelas, cuentos, poesía y crítica literaria. Su nombre era ya infaltable en el inventario de nuestras letras y sus libros de cuentos Mitin de alborada o Agua de Juego, pero en esencia Cambio de luna, Bomba de tiempo y El oído en la tierra, mostraban cómo la literatura es la vida vuelta lenguaje.
 

Después de la noche, incluida como reedición en la selecta colección de 50 novelas breves y una pintada, Eutiquio se mostró fiel a sus principios de riguroso experimentador de formas, Con aquella novela paradigmática en la técnica, evocamos cómo fue publicada en edición regional de la costa donde ganara en 1963 el primer premio en el concurso patrocinado por la Extensión Cultural de Bolívar. Ésta es apenas la "sinopsis de una novela", aclaró por entonces. Vemos allí la historia de la miseria, aventuras y desventuras de la cotidianidad de un pescador, de su familia, del medio que lo rodea, como si estuviéramos al frente de un agudo cortometraje que cuenta doce horas en la vida de un infortunio donde se examinan ocho o diez concepciones del mundo que conforman una especie de polifonía. Enfocada implacablemente con la objetividad de un camarógrafo pero también con la dominada sensibilidad de un artista, el libro fue calificado precursor de la novela postmoderna en Colombia. En silencio, mientras aspiraba un cigarrillo y el desfile de estudiantes universitarios parecía no acabar, reconstruí el periplo narrado en Después de la noche y me pareció que a su lado regresaba a recibirlo "El Mocho", quien quedó así por aventurarse a ejercer su oficio con dinamita. No me fue difícil ver de nuevo ahí toda una atmósfera trágica contada de manera experimental y cuando sólo tres escritores en Colombia se atrevían a este estilo de abordar la obra. El hambre, la miseria y el abandono de su familia, cuatro hijos y la mujer embarazada, lo que piensa cada uno en su plano y lo mismo las gentes a manera de coro griego, resucitaban de pronto en su velorio. El momento de partir al cementerio con Eutiquio se aproximaba, lo mismo que las etapas sucesivas de su personaje ficticio con un horario preciso, hora tras hora, comenzando el primer episodio a las seis y treinta de la tarde y el último a las seis y treinta de la mañana. Me negaba a verlo ahí y prefería repasar su vida como fundador en Colombia de los talleres literarios y releyendo los dos libros sobre su teoría, mirando su sonrisa cuando en 1996, un año antes de su muerte que nadie suponía, obtuvo en 1996 el doctorado Honoris Causa en la Universidad Simón Bolívar de Barranquilla o en las horas jubilosas cuando le entregamos el primer Premio Tolimense de Literatura en 1980. Regresaba nítida su imagen y sus alegatos cuando fundamos en Ibagué la Unión Nacional de Escritores, UNE de la cual fue directivo y escribí otra vez en la imaginación los acaeceres de su vida y de su obra en el libro llamado Vida y Obra de Eutiquio Leal.
 

Carlos Orlando Pardo
Tuve la ocasión feliz de haber viajado con él a varios sitios donde le escuchábamos alelados sus tiempos de agente viajero, de soldado raso y guerrillero donde se le conocía como el comandante Olimpo en la fundación del Davis, en el sur del Tolima, organizando la defensa campesina frente a los embates del gobierno. Lo vimos siempre acelerado de una universidad a otra donde dictaba clases en un oficio devoto al que le dedicó treinta años de su cálida existencia y repetir de qué manera construyó un hermosa casa en Cali con el producto de sus primeros premios en la mayor parte de los concursos literarios de la época. Aquel lector infatigable que estaba encerrado en su ataúd, nos recordaba igualmente su tránsito por Europa, Asia, Sur y Centroamérica y frente a nuestro recuerdo pasaban las revistas que dirigió por un tiempo como la famosa Letras Nacionales de Zapata Oliveila y Gato encerrado donde nos encontramos muchos escritores. Escuché de nuevo su voz recia contándome su vida para el libro que hice sobre ella donde los hechos mostraban cómo fue un hijo legítimo de la violencia y lo vi hablando con pasión de Laura, su abuela, tan recurrente en su obra literaria. Sonreí al verlo en sus días tempranos como monaguillo y catequista e imaginando a su padre, liberal radical, preparando su ajuar y su cupo para enviarlo al seminario y con la ayuda de Darío Echandía verlo partir a Bogotá a cumplir sus estudios en la escuela normal. No era la primera vez que Eutiquio se moría porque cuando las avionetas llegaban al Davis vomitando volantes y ofreciendo recompensas, el futuro escritor fallecía varias veces con sus diversos nombres y hasta era enterrado alegóricamente por su madre quien lo llora en repetidas ocasiones. Pero toda esa etapa suya queda atrás y sólo algunas fotos restaban de los días en que formó parte del estado Mayor conjunto de la guerrilla, escribiera su himno y tener bajo sus ordenes al mismo Tiro Fijo, porque ahora asumía al frente la escritura como arma y su irrevocable vocación por la literatura. Para sus familiares, el hombre que reposaba en su ataúd no era Eutiquio sino Jorge y tampoco era Leal sino Hernández. Fuera el que fuera se trataba del mismo hombre alto, de pelo largo, caminar rápido y vigoroso, con una capacidad de trabajo impresionante y una actitud juvenil y de potente autenticidad en todo lo que hacía y escribía. Llevó el nombre de Eutiquio en memoria de un héroe del Partido Comunista Colombiano, Eutiquio Timóte, y el apellido Leal por tratarse del más importante atributo del hombre, como él lo declarara. Luego del Primer Congreso Nacional Guerrillero en Viota, lo vi Llegar en 1954 clandestinizado a una zapatería en Barranquilla sin señas de identidad ni documentos y gracias a sus habilidades conseguir un puesto como dependiente en la librería Nuevo Mundo donde ve lanzar La casa grande de Alvaro Cepeda Samudio gracias a la gestión de Germán Vargas y contempla de lejos a todos los integrantes del famoso grupo de La Cueva. Luego, enganchado en un laboratorio, ejerciendo como visitador médico, asiste al consultorio de Manuel Zapata Olivella quien lo estimula y hace que le publiquen algunos relatos en los diarios.
 

Su vida de ahí en adelante fue otra porque funda el Primer Taller Literario del país en Cartagena, instaura los viernes del Paraninfo en la Universidad, gana muchos otros concursos, se vincula como profesor de medio tiempo en la Universidad de Santiago de Cali, se labra un nombre importante dentro de la literatura, regresa ai Tolima como director de Extensión Cultural de la Universidad, cofunda el grupo Pijao, instala más talleres, dicta conferencias, participa en congresos internacionales, dirige el suplemento literario de El Cronista y viaja a Bogotá donde ejerce la cátedra en la Universidad Pedagógica, en la Piloto, en la Central, en la Libre como Decano y en el Rosario como director de un postgrado en crítica.
 

Repasé el tránsito de sus libros como el acervo de su laborioso tránsito por la literatura. Ahí, en un lugar privilegiado de mi estudio examiné Mitin de alborada, editado por la guerrilla del sur del Tolima en 1950; Agua de Juego, sus cuentos, en 1963; Después de la noche, novela ganadora de un concurso en 1964; Cambio de luna, cuentos, aparecido en 1969, editado por Populibro; Vietnam, ruta de libertad, en 1973; Bomba de tiempo, Pijao Editores, 1974; Ronda de hadas, poemario para niños en 1978; Talleres literarios, dos volúmenes con teoría y métodos, 1984-1987; Música de sinfines, poemario en 1988 y La hora del alcatraz, su más acabada novela, en 1989, fuera del amplio volumen de cuentos El oído en la tierra, de próxima aparición por Pijao Editores.
 

Estábamos llenos de dolor y de nostalgia cuando los hombres de negro llegaron a llevar su cadáver. Recibí otra vez su abrazo desde las sombras de lo inasible y supe que jamás dejaría de tenerlo, que algún día llegaríamos a sus novelas inéditas El tercer tiempo y Guerrilla 15 con las cuales fuera finalista en los premios Esso de Literatura y Monte Ávila de Caracas. Supe, desde ese instante, que una parte mía se moría con él.
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Paginas 39/40/41/42/43 - Los adelantados - Libro de Carlos Orlando Pardo
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VIDEO NERUDA Y GARCIA