jueves, 17 de abril de 2014

El novelista García Márquez no volverá a escribir

El novelista García Márquez no volverá a escribir
Se dedicará a la música y compondrá un "concierto para triangulo y orquesta"
 

Una entrevista de Daniel Samper, para "Lecturas Dominicales"
EL TIEMPO - Diciembre 22 de 1968 - Página 5


Este es mi último libro

Empiece por decir una cosa: que ya no doy más reportajes, porque me tienen hasta aquí. Yo me vine para Barcelona porque creí que nadie me conocía, pero el problema ha sido el mismo. Al principio decía: radio y televisión no, pero prensa sí, porque los de la prensa son mis colegas. Pero ya no más. Prensa tampoco. Porque loa periodistas vienen, nos emborrachamos juntos hasta las dos de la mañana y terminan poniendo lo que les digo fuera de reportaje. Además, yo no rectifico. Desde hace dos años, todo lo que se publica como declaraciones mías, es paja. La vaina es siempre la misma: lo que digo en dos horas lo reducen a media página y resulto hablando pendejadas. Fuera de eso, el escritor no está para dar declaraciones, sino para contar cosas. El que quiera saber qué opino, que lea mis libros. En "Cien Años de Soledad" hay 350 páginas de opiniones. Ahí tienen material todos los periodistas qua quieran. Y es que hay más: fuera de la persecución de los periodistas, tengo ahora una que nunca pensé tener: la de los editores. Aquí llegó uno a pedirle a mi mujer mis cartas personales, y una muchacha se apareció con la buena idea de que yo le respondiera 250 preguntas, para publicar un libro llamado "250 preguntas a García Márquez". Me la llevé al café de aquí abajo, le expliqué que si yo respondía 250 preguntas el libro era mío, y que sin embargo, era el editor el que se cargaba con la plata. Entonces me dijo que sí, que tenía razón, y como que se fue a pelear con el editor porque a ella también la estaba explotando. Pero eso no es nada: ayer vino un editor a proponerme un prólogo para el diario del Che en la Sierra Maestra, y me tocó decirle que con mucho gusto se lo hacía, pero que necesitaba ocho años para terminarlo porque quería entregarle una cosa bien hecha. Si es que los tipos llegan a extremos. Por ahí tengo la carta de un editor español que me ofrecía una quinta en Palma de Mallorca y mantenerme el tiempo que yo quisiera, a cambio de que le diera mi próxima novela. Me tocó mandarle decir que posiblemente se había equivocado de barrio, porque yo no era una prostituta. Ese caso me hace recordar el de una vieja de Nueva York que me mandó una carta elogiando mis libros, en la cual, al final, me ofrecía enviarme, si yo quería, una foto suya de cuerpo entero. Mercedes la rompió furiosa. Voy a decirle una vaina, en serio: a los editores yo los mando, tranquila y dulcemente, al carajo.

Todos  los cachacos andaban de negro
 

Yo era un muchachito cuando vine por primera vez a Bogotá. Había salido da Aracataca con una beca para el Colegio Nacional de Zipaquirá, y luego de un viaje endiablado por el río y una trepada feroz de la montaña en tren, tuve mi primer contacto con la capital —que era un lugar lejanísimo, un verdadero otro mundo— en la estación de ferrocarril. Iba de la mano de mi acudiente, porque entonces la distancia entre el hogar y el estudiante obligaba a que a este le nombraran un acudiente, y todavía tenía miedo de morirme de una pulmonía, pues en la Costa se hablaba de que los calentanos no soportaban el frío de Bogotá. Pero, bien abrigado y todo, me monté en un carro con mi acudiente y empecé a ver esa ciudad yerta y gris de las seis de la tarde. Había miles de enmallados, no se oía ese alboroto de los barranquilleros, y el tranvía pasaba con cargamentos humanos. Cuando crucé frente a la gobernación, en la Avenida Jiménez abajo de la séptima, todos los cachacos andaban, de negro, parados ahí con paraguas y sombreros de coco, y bigotes, y entonces, palabra, no resistí y me puse a llorar durante horas. Desde entonces Bogotá es para mí aprehensión y tristeza. Los cachacos son gente oscura, y me asfixio en la atmósfera que se respira en la ciudad, pese a que luego tuve que vivir varios años en ella. Pero, aún entonces, me limitaba a permanecer en mi apartamento, en la universidad o en el periódico, y no conozco más que estos tres sitios y el trayecto que había entre unos y otros; ni he subido a Monserrate, ni ha visitado la Quinta de Bolívar, ni sé cuál es el Parque de los Mártires.

Este es mi último libro

Voy a decirle una vaina en serio: a los editores yo los mando, tranquila y dulcemente, al carajo. Son una verdadera plaga. Porque, además, ellos dicen que los escritores vivimos de ellos, pero son ellos los que viven de nosotros. Los escritores vivimos de nuestros lectores, y los editores son parásitos que se alimentan de nosotros y de nuestros lectores. Por eso yo le recomiendo a los muchachos que roben en las librerías. Pero a mí lo que me soba es que muchos jóvenes escriben para publicar y no para escribir. Por eso le tengo desconfianza al futuro de la literatura colombiana: porque los muchachos escriben para publicar. Ahora: que no digan que hay valores ocultos, pero que no han salido a luz porque no hay quién les publique. Nada. Los editores están buscando autores con escoba por debajo de las camas. Porque ese es su negocio, naturalmente, y por eso es que viven persiguiendo a los escritores. Pero espere y verá que con Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa y los otros, estamos preparando una vaina contra los editores. Y que no se calienten, porque yo jamás le he llevado un libro a un editor.

Todos los cachacos andaban de negro

Luego me llevaron al colegio de Zipaquirá, donde estudié durante varios años bachillerato. Zipaquirá era también una ciudad fría, con techos de teja desgastada, y el colegio, un gran internado donde vivíamos doscientos o trescientos niños. Muchos de ellos eran también costeños, como Ricardo González Ripoll, que fue hasta la semana pasada alcalde de Barranquilla, y Humberto Jaimes, que era el más formal, y nunca le dio una patada a una pelota de fútbol, pero es ahora el redactor deportivo de El Tiempo. Los sábados y domingos había salida, pero yo no me movía del edificio porque no quería enfrentarme con la tristeza y el frío del pueblo. Durante esos años pasé encerrado la totalidad de las horas libres despachando libros de Julio Verne y Emilio Salgari. Por eso mismo no conozco, a Dios gracias, la Catedral de Sal.

Éste es mi último libro

Y que no se calienten, porque yo jamás le he llevado un libro a un editor. Fíjese y verá. En 1950, cuando yo estaba en Barranquilla (para ser francos, fue en Cartagena, pero a los cartagéneros no los cito porque son cachacos), escribí "La Hojarasca", en el reverso de unos boletines de aduana aburridísimos. Una agente de Editorial Losada en Bogotá se enteró meses después de que había un costeño que tenía una novelita, me la pidió, y la mandó a la Argentina junto con "El Cristo de Espaldas", de Caballero Calderón. La editorial rechazó el mío, con una carta del crítico Guillermo de Torre en que decía, no solamente que el libro era impublicable, sino que el muchacho que lo había escrito no tenía porvenir. Cinco años después, cuando trabajaba en el periódico, llegó a mi oficina Samuel Lisman Baum, quien había editado un par de libros, y me dijo que si le podía dar los originales de una novela que, según le habían contado, yo tenía por ahí. Abrí la gaveta del escritorio, y le di el joto como estaba. A las pocas semanas me llamaron de la Editorial Zipa y me dijeron que estaba listo el libro, pero que el editor se había perdido y yo tenía que pagarlo. De manera que me tocó ir con varios libreros a la Editorial Zipa, convencerlos de que compraran cinco o diez ejemplares cada uno, y así fui pagando la deuda. Después la reimprimieron en el Festival del Libro Colombiano, pero a esta segunda edición le quité un capítulo que había salido en la primera. Con "El Coronel no tiene quién le escriba", ocurrió algo similar.

Todos los cachacos andaban de negro

Terminado el bachillerato, me matriculé en la Universidad Nacional para estudiar Derecho, e hice los cinco años, pero no me gradué nunca porque me aburre a morir esa carrera. Hace poco, esto entre paréntesis, me propuso algún amigo vinculado a la Universidad, que hiciera cualquier tesis y que él se encargaba de arreglarme la cosa de los exámenes para graduarme, pero sería grotesco y lastimoso, un escritor de cuarenta años graduándose de abogado. Vivía entonces en una pensión en la Calle Florián, que es ahora, si no estoy mal, la carrera octava, y, aunque mis ingresos eran muy reducidos, me daba el lujo de pagar más que los demás residentes para que me dieran huevo al desayuno. Creo que era el único con huevo al desayuno entra los pensionados. Aprobé los civiles con más dificultad que los penales, pero unos y otros me daban la misma pereza. Ya usaba bigote, pero todavía no había hecho a un lado la corbata, y me volví un experto en jugar cascarita, pues aprovechábamos las horas de Derecho Comercial para dar patadas en los pasillos de la Facultad.

Este es mi último libro

Con "El Coronel no tiene quien le escriba" ocurrió algo similar. Terminé el libro en 1957, en París, y le mandé los originales a Germán Vargas para que los leyera y me contara cómo le habían parecido. Pero Germán se los dio a Jorge Gaitán Duran sin que yo lo supiera, y este los publicó en la revista "Mito". Esa es la primera parte de la historia de "El Coronel". Dos años después, estando yo tirado al pie de la piscina del Hotel del Prado, en Barranquilla (cite siempre a Barranquilla), le dije a un botones que me solicitara una llamada a Bogotá porque tenía que pedirle plata a mi señora. Alberto Aguirre, un editor antioqueño que estaba ahí —no sé por qué estaba, pero estaba ahí— me dijo que no le pusiera sebo a mi señora, y que más bien él me daba 500 pesos por el cuento ese que había aparecido en "Mito". Ahí mismo le vendí los derechos en 500 pesos y hasta la fecha. En esos mismos años había escrito los cuentos que componen "Los funerales de la Mamá Grande" y "La Mala Hora".



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Cómo y porqué no ha llevado nunca un libro a los parásitos editores.
"Barranquilla es el único sitio donde puede vivir alguien que no quiere
volver a oír nada sobre literatura", dice el autor de "Cien Años de Soledad"

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Barcelona a lo GGM
 

Barcelona es una ciudad antigua que un día se vio atajada por el mar, y resolvió subirse a una colina. Por eso tiene, hacia el occidente, muchas calles empinadas; una de esas calles se llama Lucano y, en el número 16, vive temporalmente la familia García Márquez. Hay que saludar a una recepcionista quinceañera, subir unas escaleras, abrir una puerta carmelita y atravesar un largo pasillo donde hay varias maletas arrimadas, antes de encontrarse en la sala, que son tres sillones, un canapé, una pequeña biblioteca (García Márquez dice que bota todo libro leído; en una ocasión llegó al extremo de partir en dos uno que estaba leyendo porque su esposa lo urgía para que lo terminara, pues ella tenía mucho interés en comenzarlo), una grabadora que recorre todos los días varias cintas de música clásica, y finalmente una pequeña mesa con una máquina eléctrica modernísima. Márquez, como lo llaman en el extranjero, dice que apenas hace falta hundirle cierto botón a la máquina, y esta sola escribe la novela. A las cuatro de la tarde, el sofá negro se llena de tiras cómicas de Tarzán, el Pato Donald y el Ratón Mickey, porque Rodrigo y Gonzalo (Mánu) han regresado del colegio y se ponen a mirar los monos antes de que Mercedes los requiera para hacer las tareas, García Márquez no usa corbata, y viste siempre buso negro de lana (¿Tendrá varios, o será el mismo?) y unas horribles medias rojas. Escribe por las mañanas en cierto tipo especial de papel, y a la una suspende y guarda la hoja perfectamente terminada, o bien la arruga y la bota a la caneca y pierde cinco o seis horas de trabajo. Ya no fuma tanto. Antes encendía el siguiente cigarrillo con la colilla del anterior, pero ahora piensa antes de prenderlo y solo se decide a hacerlo cuando se da cuenta de que tiene ganas. No posee carro, porque dice que los taxis en Barcelona son muy baratos y que es imposible encontrar parqueadero. Así que anda a pie; aun si va de compras, que es cuando entra a un almacén, escoge una corbata italiana o una camisa color crema (aunque no usa corbata y detesta las camisas color crema) y las hace mandar a la casa porque él nunca tiene plata y es Mercedes la que se encarga de pagar todo. O pasa por una librería y entra a hacer mercado de ojo, mientras Gonzalo, de nueve años, que es cachaco por accidente, ya que a los dos meses de nacido en Bogotá se lo llevaron para México, se dedica a revisar los libros infantiles, y casi siempre sale con uno o dos ("el intelectual de la familia es él", dice García Márquez) bajo el brazo. Se detiene en una cafetería y pide café con leche y ponqué, deja el consabido diez por ciento de propina, y se larga a pasear por la avenida de los almacenes buenos preguntando por una camisa de cuello largo que tenga la costura muy finita, hasta que el vendedor lo convence de que no tiene camisas de esa naturaleza pero que hay, en cambio, unas preciosas medias de lana anaranjadas que termina pagando Mercedes.
Cuando le caen visitas, el plan es infalible: comer en "La Puñalada", que es el mejor restaurante de Barcelona, pedir percebes —unas indescriptibles uñas prehistóricas repletas de líquido verde, acerca de las cuales se ignora aún si son animales, vegetales o minerales, pero que los españoles las comen porque no hay marisco que los españoles no coman—salpicar la comida con un vino que corre la ventura de ser devuelto si está un poquito achampañado (y eso que García Márquez se ríe de que una persona nacida en Aracataca esté devolviendo vinos en "La Puñalada"), seguir con un trozo de carne casi crudo, y terminar con crepés suzettes, porque ese miserable dulce les tan difícil de hacer que al "maitre" le da rabia cada vez que un cliente lo pide, y de eso se trata. Después hay que ir al Barrio Chino, según tradición de los hermanos escritores Gotysolo —uno de los cuales estaba comprando libros del otro para, aumentar artificialmente la venta cuando fue sorprendido por García Márquez y señora—, colarse en una cava y pedir un par de jereces, caminar otro rato por el barrio gótico que está lleno de gente, aunque sean las dos de la madrugada, y hacer el gran fin de fiesta en un bar muy simpático, aún no descubierto por el turismo, donde cantan flamenco "La Pampanini", "La Solitaria" y "La Salerosa" que, en realidad, no son ellas sino ellos, y cuyo derecho de admisión vale veinticinco pesetas, pero cuarenta con derecho a sentarse.

Este es mi último libro
 

En esos mismas años había escrito los cuentos qua componen "Los funerales da la Mamá Grande" y "La Mala Hora". Esta última rodaba por ahí, en un rollo, me acuerdo mucho, amarrado con una corbata azul a rayas amarillas. En el 59 me casé, y Mercedes resolvió echarle una ordenada a mis cosas. Se encontró entonces con el rollo y me preguntó si lo podía botar. Yo le dije que sí, pero al fin ella lo volvió a guardar, y el rollo fue a parar, no sé por qué, con todos nuestros chismes cuando me fui a vivir a Nueva York. Por ese entonces, Alvaro Mutis estaba preso en la cárcel de México, y me había escrito una carta pidiéndome algo para leer. Cogí los papeles de "Los Funerales" y se los mandé. El se los prestó a la crítica Helena Boniatowska, a quien se le perdieron. No volví a saber de la cosa sino dos años después, cuando Mutis me llamó y me contó que los había encontrado, que los había llevado a la Universidad de Veracruz para que los publicaran, y que me estaba mandando un cheque por cien pesos mexicanos —menos de cien dólares—, correspondiente a los derechos de autor. Eso fue todo lo qua recibí por "Los Funerales".
En 1962 se apareció Guillermo Ángulo en la casa dónde yo vivía en México, y textualmente me dijo: "La Esso organizó un concurso de novela, pero como que está varado porque no se ha presentado nada que sirva. Manda una vaina, porque es pilado gánaselo". Mercedes se acordó que por ahí andaba el rollo amarrado con la corbata tejida azul a rayas amarillas, y se lo dio como estaba. Así se ganó el premio Esso "La Mala Hora". Pero a mí todavía me da pena qua esa vaina amarrada con una corbata se hubiera ganado 3 mil dólares. Yo, francamente, pensé que era pecado comerse esa plata, porque me parecía robada, y más bien se la metí a la compra de un carro. Todavía estaba en México, cuando recibí una carta de la Editorial Suramericana en la cual me decían que querían reimprimir mís libros.

Todos los cachacos andaban de negro
 

Luego entré como reportero en "El Espectador". Es lo único que querría volver a ser. Mi gran nostalgia es no ser reportero, y la única vez en mi vida que me ha dolido no hallarme en Colombia, fue cuando se produjo el envenenamiento colectivo en Chiquinquirá: yo hubiera ido gratis a cubrir esa información. Inventábamos cada noticia..., una vez recibimos un cable del corresponsal en Quibdó, Primo Guerrero se llamaba, por la época en que se había pensado repartir al Chocó entre los departamentos vecinos, en el que se daba cuenta de una manifestación cívica sin precedentes. Al otro día, y al siguiente, volvimos a recibir mensajes similares, y entonces resolví irme a Quibdó para ver cómo era una ciudad en pie. Hacía un sol de los infiernos cuando, tras miles de peripecias para viajar a un sitio a donde nadie viajaba, llegué a un pueblo desierto y amodorrado en cuyas calles polvorientas el calor retorcía las imágenes. Logré determinar el paradero de Primo Guerrero y, al llegar, lo encontré echado en la hamaca en plena siesta bajo el bochorno de las tres de la tarde.
Era un negro grandísimo. Me explicó que no, que en Quibdó nada estaba pasando, pero que él había creído justo enviar los cables de protesta. Pero como yo me había gastado dos días en llegar hasta allí, y el fotógrafo no estaba decidido a regresar con el rollo virgen, resolvimos organizar, de mutuo acuerdo con Primo Guerrero, una manifestación portátil que se convocó con tambores y sirenas. A los dos días salió la información, y a los cuatro llegó un ejército de reporteros y fotógrafos de la capital en busca de los ríos de gente. Yo tuve qua explicarles que en este mísero pueblo todos estaban durmiendo, pero les organizamos una nueva y enorme manifestación, y así fue como se salvó el Chocó.

Este es mi último libro

Todavía estaba en México cuando recibí una carta de Editorial Suramericana, en la cual me decían que querían reimprimir mis libros. Les contesté que no estaba interesado en reimprimirlos, pero que les podía entregar una novela que tenía casi terminada. Les mandé entonces "Cien Años da Soledad", y se encontraron con semejante mina que les ha vendido más de cien mil ejemplares en menos de dos años. Y ahora resulta que dizque somos nosotros los que vivimos de ellos. Y friegan permanentemente. No hay día en que no llamen dos o tres editores y otros tantos periodistas. Cuando mi mujer contesta al teléfono, tiene que decir siempre qua no estoy. Si esta es la gloria, lo demás debe ser una porquería. (No: mejor no ponga eso, porque esa vaina, escrita, es ridícula). Pero es la verdad. Ya uno no sabe ni quiénes son sus amigos.

Todos los cachacos andaban de negro
 

En otra ocasión en que el material para publicar era escasísimo, inventamos el descenso de un helicóptero al Salto de Tequendama. La proeza era una tontería; se trataba de un helicóptero que repetía por milésima vez una operación de descenso común y corriente, solo qua en esta oportunidad lo hacía en la cañada del Salto. Le dimos gran despliegue, metí un fotógrafo entre la cabina, yo me quedé al pie de la carretera porque no pensaba bajar ni muerto y, al final, resultó ser la primera inspección en helicóptero a una cascada famosa. Después vinieron los reportajes al marino Velasco. Hablé con él durante horas y horas, y lo que conté fue absolutamente ceñido a su relato. Quién sabe qué habrá sido del marino Velasco. Por ahí me dijeron que ahora andaba de gerente y de economista joven.

Este es mi último libro
 

Ya uno no sabe ni quiénes son sus amigos. Aquí se pasa uno la vida esperando un amigo de García Márquez, pero todos los que llegan son amigos del escritor y no del tipo de cuarenta años que nació en Aracataca. Mis únicos amigos son anteriores a "Cien Años de Soledad". A ellos les contesto unas cipote cartas y me leo de cabo a rabo las que me mandan, pero las otras ni las abro. Las rompo sin abrirlas. De veras que todo esto cansa. Los primeros tres meses leí las críticas de prensa sobre "Cien Años de Soledad" que me mandaba él editor. Ahora ni sé dónde las pongo. No es vanidad: es que me dañan el libro que estoy escribiendo. Necesito que me dejen tranquilo para acabarlo en tres años; pero los lectores están dos años atrasados respecto al autor, y solo me hablan de "Cien Años de Soledad". Yo ya no quiero saber nada de "Cien Años". Quiero concentrarme en "El Otoño del Patriarca". Por favor que no me hablen más de literatura; estoy hasta el pescuezo de García Márquez; todos se sienten obligados a comentarme "Cien Años da Soledad". Ya decidí que lo único que me interesa son mis amigos: de nueve a tres trabajo, y de resto para emborracharme con mis amigos. Que venga el Néne Alvaro Cepeda y nos emborrachamos juntos, y los demás al carajo. Cuando termine este libro, me voy para Barranquilla, donde nadie le pone bolas a nadie, donde va el presidente y al primer día lo atienden pero al tercero ya ni le fían, y no escribo más.

Todos los cachacos andaban de negro

Algunas cosas publicadas me crearon un mal ambiente en un ambiente malo, y entonces tuve que irme a París como corresponsal, recibiendo un sueldo que me permitía vivir, decorosamente. Hasta que un día cerraron el periódico, y me quedé en la calle. Así que me dediqué a escribir; terminé "El Coronel no tiene quien le escriba" y, al cabo de los meses, la generosidad de mi casera y mi escasez absoluta de fondos habían acumulado una de las más grandes deudas por concepto de arrendamiento, de que se tenga noticia en París.

Este es mi último libro
 

Y no escribo más. Ya escribí el plan de libros qua tenía para veinte años. Ahora se acabó. Ya no tenga plan. Ni tengo ganas de escribir. Eso cada vez es más difícil, y yo soy muy bruto para escribir. Me siento en la máquina, y al final tengo terminada media cuartilla, Estoy viendo que el que tiene razón es mi papá; él no ha leído ninguno de mis libros porque dice que yo soy demasiado bruto para escribir nada bueno. Por ahí estoy pagando una casa a plazos en Barranquilla que me enflautó Néne Cepeda, y me voy a ir para allá a no hacer nada, para no volver a encontrarme con amigos que me feliciten por "Veinticinco años de paz", como me ocurrió hace poco. De veras, no quiero volver a escribir. Más bien voy a dedicarme a la Música.  Ya comencé a estudiarla con Alejo Carpentier y Mauricio Ohana, en París, y ahora me voy para Barranquilla y me pongo a escribir un concierto para triángulo y orquesta. Es que al pobre triángulo lo tienen fregado. ¿Ha visto una partitura para triángulo? Es una vaina en que se pasan páginas y páginas y de golpe, tín. Triste. Yo voy a componer una obra que constituya la rehabilitación, del personaje más olvidado de la orquesta; lo pongo al frente del escenario, antes que todos los demás instrumentos, enciendo las luces y hago que la orquesta entera trabaje para el triángulo. El triángulo será la medida y el desenlace de todo. Porque, si sigo en la literatura, quién sabe cómo acabe. Ya me estoy dando cuenta que soy el Vargas Vila de mi generación. Mira y verá: Vargas Vila también era el que más se vendía, y Vargas Vila también se vino a Barcelona. Me da miedo estarle siguiendo los pasos. Al principio creí que "Cien Años de Soledad" era una buena novela, pero ahora sospecho que 120 mil ejemplares vendidos son típica cosa de Vargas Vila. Eso es muy grave. Por eso me voy para Barranquilla donde nadie le pone bolas a uno. Ya estoy convencido de que en América Latina, al ver una foto mía, dicen: "Otra vez el sapo del García Márquez".
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