viernes, 11 de abril de 2014

LA OBSTINACIÓN MARAVILLOSA - Jaime Mejía Duque - "Crítica a García Márquez"

sección - LIBROS LEÍDOS - revista "gato encerrado" número 8 - mayo/junio 1981
CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
LA OBSTINACIÓN MARAVILLOSA
Por: Jaime Mejía Duque

(DATOS BIOGRAFICOS)
 

—"El día en que lo iban a matar, Santiago
Nasar se levantó a las 5: 30….... "
—"Había soñado que atravesaba un bosque

de higuerones donde caía una llovizna tierna… "
 

• Lectores esperanzados y optimistas, entre quienes me he contado siempre para bien o para mal, seguimos línea a línea y con placer el capítulo augural o primera secuencia de Crónica de una muerte anunciada, que anticipó la prensa bogotana el domingo 26 de abril. Poco a poco advertíamos los olores y los sabores metafóricos ya conocidos (—¡y tan imitados!—) desde la saga de Macondo. El dominio del autor en el manejo de su personal lenguaje, al que despliega y vuelve a plegar a voluntad con humor y maestría, queda fuera de dudas. Es lo que con arrobamiento fetichista llaman por ahí el "oficio". Gabo lo posee como su misma piel. Requisito sin el cual, por lo demás, nadie ha sido un escritor.
 

• Primeramente fue menester despegarse las gafas impalpables que la escalada editorial, con su baraúnda omnipresente, nos había calzado en el semisueño de los últimos meses, a fin de restablecernos en nuestra visión natural, la de todos los días. Y entonces fuimos comprobando el imperio de aquellos recursos ya tan familiares por todo lo anterior de Gabo. Sin dejar, claro está, de disfrutar el placentero arrullo de una escritura que respira sin tropiezos. Hasta que al cabo de esas páginas el don de la primicia no pudo disimularnos más el hecho curioso, y discretamente desgarrador, de que lo medular de esta obra tan sabiamente redactada en los incidentes y matices de su anécdota se contenía en el troquel del estereotipo patentado. El modo maestro como el escritor latinoamericano más célebre actualmente sobrelleva la matriz macondiana, reconocible no tan sólo en el enfoque global del tema sino además en casi todas sus construcciones metafóricas y plásticas, sostiene el interés en la primera lectura. Experiencia ésta que será envidiablemente virginal en quienes hasta ahora no hayan leído nada del autor. Pues lo hallarán "todo" aquí. Porque el trazo técnico-literario del escritor no ha variado. Naturalmente, esta Crónica ya no acude a la hiperbólica y rebuscada imaginería de El Otoño: en verdad ese era un camino destapado, el espejismo de las innovaciones genuinas.
 

• Hay algo melancólico y como premonitorio y suprapersonal en esta perfección estereotipada, en el juego visceralmente previsible y sin embargo fascinante —que nos complica en sus aberraciones— de esta prosa que jamás fué torpe ni huérfana de ingenio. La novedad formal de Gabo fué tan espectacular desde el comienzo, y a la vez tan prisionera de su propio encanto, que ayer con El Otoño y hoy con la Crónica, nos persigue la imagen de lo que acabó ocurriéndole a un García Lorca, tan insólito en sus inicios y tan admirablemente repetitivo en su arsenal metafórico durante el resto de su escritura. Porque era eso exactamente: siempre admirable en su fulgor verbal para los lectores de su época, pero.... demasiado él mismo siempre.
 

• Quizá el talento primordialmente lírico y metafórico de García Márquez (—apenas externa y ocasionalmente emparentado con el espíritu épico, que es explorador, objetivo y proteico basta el fin—), se reconozca a la postre en sus virtudes y sus vicios del lado de la Fábula, en la aceptación más estricta. La Hojarasca, inmadura todavía pero ya convincente, y El Coronel, tan seguro y perfecto, tal vez señalen los puntos límites en donde la apertura épico-novelesca propiamente dicha se vislumbra desde el interior de la anécdota elegida, en su espontánea entonación narrativa, y en donde el lirismo episódico es sobrepasado por el movimiento de un relato en cuyo discurrir la subjetividad estilizadora no se autocontemplaba todavía.
 

• Si he formulado la cuestión en términos tan "filosóficos", será porque percibo en ella un problema de fondo que incide en toda la producción narrativa latinoamericana de este período. A lo mejor, o a lo peor, el "boom", que sin duda dió seguridad a escritores y lectores en América Latina e impulsó nuestra literatura en prosa (—al Ensayo también—), igualmente ha fomentado, con la mediación extraliteraria y tan ambivalente de la publicidad vendedora, esta especie de narcisismo de nuestra conciencia literaria en trance de madurez.
 

• García Márquez sabe lo que es afrontar ese poder que invade y usurpa nuestra subjetividad, que amenaza a cada instante con escindir y pulverizar el yo del autor de moda, haciéndolo explotar en lluvia de confeti después de haberlo magnificado a través de los temibles "mass-media". De pronto el personaje se descubre en el papel del aprendiz de brujo, impotente para conjurar las fuerzas mágicas que ha despertado (—y que aquí no son sino las del mercantilismo trasmutador del objeto cultural en puro valor de cambio y en fetiche-vampiro—).
 

• De cualquier modo el proyecto de escritura mantiene su dinámica, o al menos su razón de ser entre los afanes de los hombres, y el escritor seguirá embarcado en él hasta la trivialización prestigiosa, o hasta la deseable muerte en olor de rebeldía y de búsqueda. Dada la naturaleza prometeica de la literatura como arte, ciertamente se trataría de lo ultimo: rebelión contra lo obvio y adormecedor, búsqueda jamás sobreseída de la compulsión originaria.
 

• De esta problemática no hay escapatoria para quien vive su vocación como destino. El autor de Crónica de una muerte anunciada la confronta sin remedio cuando, al relatar este asesinato con ojo de cronista, el plasma celular de sus imágenes tiende tercamente a reordenarse a la manera de los palimpsestos de Macondo. Su manejo del tiempo oscila en un ir y venir del pasado (—lo ya ocurrido y que ahora se cuenta—) y el futuro (—que se desliza en la visión del narrador desde el momento en que reconstruye las circunstancias de lo acontecido—). Desde el futuro del muerto y sus asesinos, que será el presente del "cronista", permanentemente indicado por giros y expresiones de llaneza coloquial, el narrador "muestra" paso a paso lo sucedido, restituyéndolo al momento de su génesis, pero siempre como un acto de la memoria de otros. No hay una sola página en donde dicha alternancia no se cumpla. Ella suele ocurrir así:
 

"—Faustino Santos me contó que se había quedado con la duda, y se la comunicó a un agente de la policía que pasó poco más tarde a comprar una libra de hígado para el desayuno del alcalde. El agente, de acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy, y murió el año siguiente por una cornada de toro en la yugular durante las fiestas patronales. De modo qué nunca pude hablar con él, pero Clotilde Armenta me confirmó que fue la primera persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se habían sentado a esperar—" (—tercera secuencia—).
 

• Ahí está. Es algo que posee la insidiosa virulencia de las metástasis. O sea, el mismo tratamiento del tiempo del Narrador en Cien años. Y al final, con el relato ya objetivado, será también un tiempo cíclico. El tono de "crónica" ligeramente ritual en ocasiones, tan propio de la concepción narrativa en Gabo desde sus comienzos, se preserva con toda su tipicidad en este breve libro. A la postre dicha modalidad "alude" el acontecimiento en que se funda el relato, lo "rememora" pero en realidad (—como sí ocurre en la narración épica—) no lo actualiza en vivo desde las conexiones internas y constitutivas de sus elementos fácticos. "Todo" García Márquez se contiene y determina en esta diferencia. Por ello he afirmado que él es un narrador lírico. Ciertamente cronista. Su reino es el de la leyenda, el del "se dice", el del "me contaron" de la tradición oral… El de la Fábula.
 

• En condiciones históricomundiales bajo las que quizá muchas personas cultas e incultas padecen la fatiga de la crudeza "realista" que también avasalla la intimidad y, por reacción, despierta nuevamente la añoranza de alguna Edad de Oro —o su caricatura piadosa—, resulta explicable en cierta medida la avidez por esta mirada deliberadamente "ingenua" del cronista de Macondo (—modelo trascendente del Anacronismo—). Pero, como en un mundo decididamente desacralizado y hostil cada día la actitud ingenua corre el riesgo de fosilizarse a su turno en mera obstinación de lo imposible, el retoricismo de El Otoño denunció a su hora un desajuste profundo (—tan vivido, que todos se empecinaron en escamotearlo y exhibirlo, al contrario, como una epifanía—).
 

• Era sensato, pues, no insistir en esa dirección manierista. Ahora el síntoma surge a otro nivel: Crónica de una muerte anunciada es tan clara y tan fluida como El Coronel, según debía ser, sin duda alguna. No obstante, la cuestión medular y de conjunto, en la escritura garcíamarquiana, con eso no ha desaparecido. Es que —me atrevería a suponerlo— lo ingenuo, lo legendario, lo mítico inclusive, era Macondo. En la crónica del asesinato de Santiago Nasar, que al fin no podrá ser asimilada mecánicamente al encantado universo de los Buendía cerrado sobre sí como un mineral, en ella el mecanismo del lenguaje sigue estando montado sobre las mismas combinaciones metafóricas —con todo y haberse sometido a una ascética poda de hipérboles y desmesuras—, Antes de El Coronel, y aun de Cien Años, este limpio relato no hubiera cuestionado nada. Venido luego, se convierte en un hábil y bien terminado artefacto. 

Como al principio, aquí se entona:
 

"—Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al otro extremo de la plaza..." (—Pág. 12—).
 

"—El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros..." (—pág. 1—).
 

Con el humor necesario, en todo caso:
 

“—Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte le causaba una cierta desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz, aunque un poco trastornado por la práctica solitaria del espiritismo aprendido por correo. Su comportamiento de aquel lunes fue la prueba terminante de su frivolidad..." (—pág. 77-78—).
 

"—Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y resuelto hasta la adolescencia… Pedro Vicario cumplió el servicio durante once meses en patrullas de orden público... Regresó con una blenorragia de sargento que resistió a los métodos más brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de permanganato del doctor Dionisio Iguarán..." (—Págs. 80-81—).
 

• Empero, este no podría ser considerado un libro baldío. Aunque sí epigonal en el horizonte de una obra cuyos logros mejores, la crítica internacional ha exaltado a la jerarquía de los valores contemporáneos.
 

• Su anécdota —aquel crimen ineluctablemente ejecutado a pesar del rumor y la publicidad que lo proceden, y en los que todo el vecindario participa— sugiere objetivamente en pleno trópico el guiño del destino que ejemplarizaron los trágicos antiguos.
 

• Su entonación de reportaje desenfadado que discurre por la epidermis más llamativa del acontecimiento, reteniendo periodísticamente lo que en él ha quedado al alcance de cualquier testigo, aun del más desprevenido, es lo que aquí jamás se traiciona. Y en ello consiste precisamente la virtud del género. Lo demás es el ingenio poético, del que carecen tantos reporteros. Lo narrativo, concebido líricamente, admite el rejuego del azar, el arbitrio alusivo, el tic de la fantasía que no habrá de comprometerse a dar cuenta internamente de ningún sentido determinado. Lo cual, a la postre, define los dominios cada día más vastos y enajenantes de la llamada literatura comercial.
 

• Previendo tal vez esa reserva en lectores entrenados, el cronista pone a cargo del juez de instrucción (—figura no propiamente "creada" sino más bien "declarada" en el discurso narrativo—), esta reflexión justificativa que en rigor apuntaría esencialmente a todo el texto a cuyo socaire se produce: "—Sobre, todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada".
 

• Llegados a este punto, en el último capítulo o secuencia, hasta parece lícito pensar que, en repentino fulgor de autoironía, el escritor se "desolidariza" moralmente de su juego.
 

• Entre la "gente de letras" de América Latina el "boom" inagotable de García Márquez parece haber llegado a erigirse en poder intimidante. El problema se complica con el hecho de que, al volver a leer al colombiano, descubren que todavía sus textos los fascinan con esa mezcla de aceptación y rechazo, con esa confusión de sentimientos tan difícil de conducir a una catarsis. Justamente por ser él tan representativo de lo que ocurre con nuestra literatura en ascenso, quiérase o no, él se ha convertido en piedra de toque de afirmaciones y negociaciones, de plenitudes y carencias, para quien aspire a comprender en su terreno la narrativa latinoamericana de estos lustros. Lo que allí viene sucediendo no tendría otro sentido, si se lo contempla en perspectiva. Por ello, la pasión o la curiosidad con que se estudia y se promueve al escritor colombiano dentro y fuera de nuestro medio, no se nutren únicamente de las cualidades intrínsecas de su obra. Es que la intuición o el "gusto" del momento perciben oscura y contradictoriamente en ella el nudo de intersección de enigmas que conciernen a todo un panorama sociocultural inédito hasta hace pocos años, el de América Latina. De modo que cuando García Márquez declara, en otros términos, que él "no tiene la culpa" de su tremenda resonancia, dice la verdad. Quienes desde sus pequeños mitos sin porvenir languidecen de despecho ante tamaña nombradía y la eclosión editorial que la corteja (—no menos hiperbólica que los tropos de Cien años—), no han barruntado la complejidad ni el peso del fenómeno. En el ojo del huracán publicitario le ha correspondido ocupar su lugar, y ahí también acecharía el "suspenso" histórico-literario de su perdurabilidad. Nosotros deseamos ésta en nombre de una literatura cuya validez universal necesitamos.
Por: Jaime Mejía Duque
Bogotá, mayo/81.
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